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EL TALLER DESVELADO
Luis Antonio de Villena
¿Qué es el arte? La pregunta parece elemental, o cuando menos retórica. Sin embargo es lo que -sustancialmente- nos decimos, en silencio, delante de cada lienzo o de cada página. Y contestamos muchas cosas. Casi siempre el denominador común de tales respuestas incluye (y debe hacerlo) conceptos de pasión, alegría, cultura (la cultura como camino del espíritu), sensibilidad o alarde… Muchas veces también (y en ello hemos descubierto la autonomía del arte) agregamos juego (que comporta júbilo, éxtasis, pecado) y preparación o autorreflexión, es decir, metapintura o metarte: Un cuadro que habla de cómo se hace un cuadro. Un pintor que abre las puertas de su taller y muestra al visitante las manos tintas, los botes de color, el cartabón, la escuadra, el aerosol, los tiralíneas… Pablo Sycet pretende ahora un poco de todo esto. Se pregunta él mismo qué es su arte, el arte, y concluye en una reflexión doblemente veneciana. De un lado porque Giorgione (Giorgio de Castelfranco) era veneciano y su pintura supone la inauguración del Quinientos adriático. (Y Sycet homenajea a Giorgione). Y de otro, porque descubrir los entramados, las líneas de fuerza, la calidad de las texturas, los rastros que ha dejado una imagen borrada; descubrir, en suma, los fundamentos de un pintor abstracto en Giorgione y descubrirse en ello, y ver a través de tanto juego de espejos que uno es el artista italiano mismo, que mi taller (tan mío) es el taller del otro, y que hasta (¿por qué no?) podría como él morir en la pletórica juventud de la sífilis (1510); todo ello conjugado, armonizado, querido, engañado y pesquisidor, todo eso es venecianismo puro. Juego y estudio al mismo tiempo.
Sycet toma un cuadro de Giorgione que está en El Prado: La Virgen, con el niño en brazos, entre San Antonio de Padua y San Roque (no es uno de sus lienzos más importantes), se enamora nuestro pintor de aquellas formas, del hieratismo, de la carnalidad, de las líneas y bloques, y comienza entonces a recrearlo. La recreación prescinde pronto de la figura, para descubrir los espacios, las tensiones, los tonos y las fuerzas de Giorgione, y descubriéndolas, asimilándolas, trocándolas, el resultado es -fielmente- otra cosa. Sycet se busca, y asentidos a la norma generacional de la amorosa distancia (la frase se me ocurre aquí y ahora) se encuentra vestido de pintor veneciano -este Giorgione tan abstracto, por ejemplo, en la esplendente Madonna con San Francisco y San Liberal, la de Castelfranco-, y en fin lo que en el espejo resulta de la búsqueda es, justamente lo que estamos viendo ahora: Juegos y estudio, placer y cultura, homenaje y personalismo, especulaciones y variaciones. Metapintura. Lo que está antes y después de cada imagen.
Publicado en el catálogo de la exposición “Especulaciones y variaciones sobre un tema de Giorgione”. Galería Laguada. Granada, 1980
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ESPECULACIONES Y VARIACIONES SOBRE UN TEMA DE GIORGONE
Antonio Martínez Parras
1. “ALWAYS ON MY MIND”
“… mi gran placer sensual ha derivado siempre de la felicidad de los ojos.
Ni el orden melódico más exquisito, ni el aroma más raro, ni el contacto de
la piel humana más dorada y suave, ni el vino, ni el beso pueden procurarme
el goce que los ojos me brindan. Los ojos son para mi las compuertas por las
cuales penetra en mi interior el rio rumoroso y tornasolado del mundo…”
M. MUJICA LAINEZ, “Bomarzo”
De golpe la materia va tomando cuerpo. El color, en un principio se confunde con las cosas, paulatinamente va concretándose en ráfagas nítidas. Cansancio de ojos ante el interminable paso de gentes, formas, olor; ahora no puedes retroceder, la imaginación te lanza hacia el mundo mágico y onírico de Alicia -Espejo-, desvela una inagotable fuente de sensaciones, un tropel sin final hasta llegar al camino conocido: aquí cualquier acto tiene unas referencias comunes, la aventura es un gesto, un paso en la continua experimentación del cromatismo. El color (Kandinsky) es por sí mismo un material con vida y que encierra infinitas posibilidades.
Giorgione nos trae también el color, eregido en elemento fundamental, capaz de dar vida a toda la composición, como punto de partida para lanzarse al gran desafio de la experimentación plástica.
Venecia, un sinfín de aguas, de arquitectura tendida al sol, nos da la mano en un ambiente nuevo, fresco, capaz de renovar los viejos esquemas en sugerentes alternativas.
La ciudad, con su laberíntico entrelazado de callejuelas y multitud de rincones misteriosos, nos devora o sencillamente nos atrae, es un poderoso imán. La claridad del alba recorta los perfiles en extrañas y espléndidas composiciones, y aún seguimos ahí, atrapados en el sortilegio del caleidoscopio, apurando la última copa en el café de la esquina, con el cansancio pegado a la piel; desaparecen las exóticas fragancias de St. Laurent -“Opium”-, sólo queda un fuerte olor a mar, a salitre, y un color poderoso de arco iris. Es el auténtico “divertimento”, empieza donde acaba el orden, arrancando esa fuerza interior capaz de transformar el pasado y vivificarlo, de llenar el vacío hasta la saturación, como una bocanada de aire suave que va mordiendo toda la obra.
Todavía siguen en pie los veladores sucios. Un violento temporal arrasa los papeles descoloridos de los farolillos, y el color chorrea libremente, mancha con capricho todos los contornos, descubriéndose un alucinante espectáculo, un continuo devenir de sombras chinescas.
El lugar -¿desierto?- respira calma, se empapa del sopor de estío. Poco a poco se acortan las distancias, los trazos, y cada vez más, hasta sentir el cálido soplo en el oído o las notas transparentes de Keith Jarrett, lanzado en patinete sobre la terracota gastada de un tejado cualquiera.
A pesar de todo, seguimos esperando, y tú, nervioso, palpas con tu dedo, buscas con la mirada, infatigable, amarrado a tus grafitos en movimiento,”…vas poniendo tu nombre y una cruz en todas las paredes, las puertas, las aceras, los espacios en blanco que encuentras en el camino…”
2. “ CUADRO SIN ACABAR”
En el arte actual existe una tendencia que, de alguna forma, mira hacia atrás; es decir, actúa sobre el pasado como una elección histórica, plenamente libre y consciente en favor de un tema u otro de la historia cultural, y esta capacidad de elegir dentro de una obra concreta (volcando una importante carga de subjetividad), en el momento preciso de la creación, supone una postura gestual, un primer paso definitivo, englobado en un amplio campo de investigación.
Para empezar, es necesario señalar el valor de los “signos”, como componentes estructurales que configuran una cultura y tienen un funcionamiento distinto, según el campo específico donde se utilicen. Centrándose en el caso concreto de la pintura, ésta se nos ofrece como un discurso plenamente configurado y con sus propios cauces de expresión. A partir de este momento, y siguiendo una lógica interna, es un acto positivo el hecho de incorporar la tradición plástica anterior a un terreno actual, totalmente diferente y cambiante, donde la opción (“el juego”) del artista es válida.
Nuestro comportamiento ante el “arte” no es algo innato, nuestra “forma de ver” las cosas tampoco lo es, sino que está tamizada por una serie de elementos preestablecidos, que se han ido elaborando a lo largo del tiempo.
Si hemos de escoger una etapa clave en la tradición pictórica occidental, ésta, puede ser, a pesar de su carácter fluctuante, el Renacimiento (significa la fijación de un espacio paradigmático, “la perspectiva”, presente en toda la evolución espacial -cuadro- posterior), y partiendo de sus postulados se llega a una ruptura radical, el establecimiento de unas nuevas bases, con el Cubismo. La pintura queda libre de ciertas ataduras y en posibilidad de una continua experimentación: asumir el lenguaje tradicional, utilizarlo, conocerlo, y mediante la práctica cotidiana, llegar a su destrucción, y por lo tanto al nacimiento de un nuevo código expresivo, de unos nuevos postulados de materia, color, composición, diametralmente distintos y opuestos a la obra que sirve como punto referencial de arranque.
Ahora el presente trabajo de Pablo Sycet incide sobre un pintor del “Cinquecento” veneciano: Giorgione, y concretamente su tela “La Virgen con el niño en brazos, entre San Antonio de Padua y San Roque”, abarcando el ensayo un nivel temático-compositivo (la figura de María de gran trascendencia y significado dentro del repertorio iconográfico europeo) y un segundo nivel de color: las distintas notas cromáticas, su estructuración espacial y sus recíprocas influencias en el resultado conjunto del proyecto.
Se parte de una idea base que tipifica toda la producción de Giorgione, sustituir el dibujo como pilar sustentador de todo lo demás, incluido el color, y otorgarle a éste un papel hegemónico de toda la obra.
Al mismo tiempo se reducen los diversos planos -clásicos- a un esquema casi puro, matemático; queda un armazón resistente con suficiente capacidad para sustentar las diversas manchas de color, ya organizadas en un sentido de visualización plana, que ofrece varios puntos de enfoque no jerarquizados, y a la vez una amplia gama de posibilidades cromáticas. La muestra de “acrílicos” y “ceras” ilustran esta tendencia.
El descubrimiento de los grandes maestros de la pintura, y por consiguiente su actualización, es un hallazgo que tiene un claro precedente en los Impresionistas. En este sentido Manet vuelve sobre “Le dejeneur sur l'herbe” de Giorgione, y nos ofrece un resultado final cargado de modernidad.
La brecha está abierta…
Publicado en el catálogo de la exposición “Especulaciones y variaciones sobre un tema de Giorgione”. Galería Sen. Madrid, 1980
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LOS PAPELES DE OLONT
Francisco Rivas
Sabes, Pablo, que cualquier cosa que se escriba para un amigo será pasto ideal de los enemigos -los que malician-, pues los amigos de verdad, por algo lo son, no están obligados a leer lo que escribimos ni a mirar lo que pintamos, faltaría más, y si lo hacen es porque le sale de los mismísimos, es decir. Es de su gusto. Pero aviados están si esperaban encontrar aquí otro texto de catálogo, nuevo visado de la llamada joven crítica, en mala hora bautizada así y a la que modesta pero dignamente represento, mientras empezamos a peinar canas y seguimos ejerciendo de picapleitos. Eso, yo se lo hago a cualquiera a poco que me caiga simpático, que ya es mucho, pues siempre resulta oportuno recordar el viaje de Matisse a Sevilla aclarando que los mejores encuentros se dan en el matíz, que Picasso sigue siendo Picasso aún después de la muerte de Gala, que nuestra neurona más europea siente debilidad por América, que procedemos del Sur pero no estamos en el Norte, que venimos de abajo pero no estamos arriba, que Guerrero nació en Granada o que los ochenta son decisivos, al menos para todos aquellos que vamos a vivir nuestros años decisivos en los ochenta. En fin, cosas así, simples y archisabidas, pero útiles a los jóvenes que rompen aguas en la pintura. ¿Literatura? La que se pueda. Pero nada de esto basta para el caso que se me plantea ahora. No concibo argumento de autoridad, aval, ofertorio o declaración suficientemente expresiva para esta pasión fija mía por lo que haces, esta confianza ilimitada respecto a lo que te queda por hacer. Así que heme aquí, travestido de epístola moral y en bata.
A uno le gustaría saber cantar sin tapujos las verdades del barquero, pequeñas y discretas evidencias que poco tienen que ver con las de Caronte. Por ejemplo: desde el punto de vista que nos afecta no existe el Arte, sino obras y artistas concretos, y su estado natural es de guerra civil prolongada en cuyos innumerables frentes no se dilucidan cuestiones estilísticas o estéticas, sino posiciones estratégicas en el mejor y más estricto sentido de la palabra. La posesión de esos escasos enclaves, -cuestas o pendientes, lonas o sumideros, tanto da-, cuyo privilegiado punto de vista permite fijar el ritmo preciso que producen las verdaderas obras de arte. Orografía de la creación, película impalpable y transparente, cuestiones como la orientación o la velocidad hace mucho que dejaron de ser fundamentales en ella.
Aunque su realización en última instancia siempre será cuestión individual, las aspiraciones, esfuerzos y anhelos que en ella han sabido evolucionar o situarse sugieren como una palpitación colectiva de unos pocos, singular frontera a partir de la cual el sentido de la exclusividad es condición de madurez y nunca cerrazón, línea caprichosa que sitúa determinados proyectos y trabajos en un plano ajeno al circo común donde se abonan toda suerte de tráficos, piruetas, componendas y apuestas, donde se libra la eterna batalla por usufructuar las zonas estériles del poder, estériles desde el punto de vista de la pintura en este caso.
Pero tan mezclado y confuso aparece siempre todo que sigue siendo asunto enojoso cantar así, por la cara, las pequeñas verdades del barquero, como si ante tanto crujir de dientes en ciernes, frente a tanto estómago revuelto viniéndose encima, uno prefiera olvidar las más de las veces, dulcificado por un extraño pudor. Vengo a topar así con esta virtud capital, cada vez menos prodigada según corren los tiempos, y que tú sobre todo, Pablo, aun sin darte cuenta, me has enseñado a apreciar. Muchos pensarán que se trata de algo relativo al carácter , a la forma de ser, escasamente significativo para la pintura. Lo más corriente, tal fue mi caso, es asimilarla a la timidez, considerarla un defecto a superar. Considero, por el contrario, que en ocasiones este pudor se torna especialmente activo, operativo, cuando se enfrenta a los problemas de la creación. Es, pienso, uno de los elementos motrices que conduce tu evolución en la pintura, facilita los cambios de marcha oportunos y ha ido desintoxicándola de elementos superfluos a partir de aquellas Especulaciones sobre un tema de Giorgione, -exposición con la que cerrastes una década para inaugurar otra nueva, y nunca mejor dicho-, demasiado atada aún a juegos culturalistas sobre motivos clásicos, tan socorridos siempre, pero que a la larga distraían la pintura, para centrarte por fin en los problemas centrales de la misma, y valga la redundancia para celebrar el obstinado rigor con que lo has hecho.
Actitud cuyo lema pudiera ser perfectamente un verso de Góngora que conoces bien: Y nada temo más que mis cuidados, el que Gil de Biedma hace suyo injertándolo en Postrimería, poema que os inspiró a Julio Juste, Alfonso Medina y a ti la preciosa carpeta de serigrafías que, a principios de la temporada pasada, sirvió como tarjeta de presentación en Madrid a uno de los núcleos de pintores jóvenes mas inquietos, activos y que, desde entonces, ha demostrado mayor capacidad de iniciativa.
Curiosamente, uno de los reproches mas repetidos que he escuchado en los mentideros artísticos de la Corte respecto a varios de los pintores que integráis la segunda generación, nomenclatura que familiarmente designa a los pintores cuya andadura se inicia en torno a la mitad del setenta, es el de timidez aplicado sobre todo a algunos andaluces: Juste y el núcleo granadino, José María Jiro, Ignacio Tovar, quizá Diego Santos y tú mismo que, en mi opinión -atención al marcaje- encarnas la angulación mas radical o extrema. Reproche nacido de esa confusión a la que antes me refería, propio de una coyuntura como la actual atravesada por mil desconciertos. La timidez en pintura se manifiesta en vacilaciones del dibujo, agarrotamiento del gesto, balbuceos del color, complejos en definitiva. El pudor activo, en cambio, aumenta la insatisfacción del pintor consigo mismo pero, en contrapartida, le vuelve mas autocrítico, se metaboliza en mayores dosis de reflexión y control.
No es extraño que varios de vosotros podáis, incluso, permitiros el lujo de revitalizar una veta lírica que hace pocos años parecía haber cedido todo el terreno a la veta brava. Juan Manuel Bonet ya habló de ello al presentar en Madrid el Paraíso cerrado de Juste. Los pintores de Cuenca, Ráfols, Teixidor, buena parte de la obra de Gerardo Delgado… estos Papeles de Olont que ahora enseñas vienen a inscribirse con aliento propio en esta tradición. Memoria andaluza, de una Huelva huidiza que se ha bañado en estanques granadinos; infancia trasterrada y vuelta a otear, una y otra vez, desde las atalayas de la Gran Vía o los sótanos de la Puerta del Sol. Todo es jardín para algunos: el recuerdo de lo que se tuvo y de lo que llegará, la ansiedad que se canaliza al fijarse en la hiedra, el insomnio transplantado en los arriates, el horizonte enroscándose en los arcos metálicos de las pérgolas, la vida que nunca acaba de pasar. Y todo el jardín, decía Manolito Altolaguirre, “como un cuerpo con fiebre”. Fiebres del color.
Estos Papeles de Olont hablan del difícil equilibrio que quieres conseguir en la pintura. Te muestran como un pintor de orden y, muchas veces me has oído repetirlo, concierto. Pintura que organiza, entre otras cosas, lo que por naturaleza parece alérgico a cualquier orden: las emociones y sus flujos, la mano cuando se dispara, acentos e inundaciones incontroladas… Pintar, por un lado, como quien acaricia, por otro como quien araña. Algo que, hace poco, apuntaba a propósito de una obra diferente: Carmen Laffón. ¿No resulta lógico que me venga a la cabeza la figura del gato, ese gato baudeleriano que posee el secreto de la armonía y las uñas más afiladas del universo, por lo menos hasta que Umbral empezó a sobarlo?
En fin, Pablo, y ahora otros empeños.
Publicado en catálogo de la exposición “Los papeles de Olont”. Galería Palace. Granada, 1982
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PABLO SYCET, EL ORDEN ENTREVISTO
Antonio Muñoz Molina
A la entrada de una conjetural, y necesaria, academia de la modernidad, habrá un frontispicio con un cartel de rosados neones caligráficos: “La única obligación, ser moderno”. En la galería Palace que cumple tal oficio a pesar de los muy ardúos pesares provincianos, Pablo Sycet desdeña el calor y los Mundiales y se atreve a inaugurar una colección de guoaches unidas bajo un único nombre: Olont, la tierra prometida o el paraíso perdido, el nombre árabe de la ciudad donde vivió su infancia.
Equilibrio
“Dí que estos son los colores del verano”, me dice Pablo Sycet, con ironía, señalando las manchas malvas, amarillas, azules, el verde desvanecido de un árbol que apenas llega a sugerirse, el rosa limpio del deseo. Afortunadamente él no sabe que el arte no tiene nada que ver con el erotismo. Sabe, sin embargo, que las cosas no son como son, sino como las recordamos, veladas, desdibujadas en el tiempo de tal modo que la mirada no contempla, sino indaga, y encuentra la señal de la figura sólo tras una lenta interrogación, cuando advierte el equilibrio exacto entre el arrebato de la mancha y la delicadeza de una línea que se quiebra en un horizonte de cerros al mediodía o traza una curva grácil para señalar el arco de una casa o el perfil, casi huido, de una taza de té.
Son, en efecto, los colores del verano y de una meditada alegría. La crudeza gestual de la abstracción, el violento dripping donde se desangraba Jason Pollock doblegado sobre el vasto lienzo en blanco de la locura se atemperan aquí en la tibieza del color que se diluye en el papel, en la caligrafía de las líneas que rozan, nunca explican, las formas blancas de una calle iluminada por el sol, que se detienen en la abierta claridad del aire o aluden a lo más íntimo y cerrado: una cita, un cuerpo (no el cuerpo distante de un modelo sino aquel cuyos pormenores persigue muy cerca de la piel la pupila enamorada), el caudal que brota bajo una sombra de árboles sonoros como el agua. El riguroso orden del mundo adivinado o entrevisto por la mirada del pintor. Que la pintura, como la música, importa cuando nos descubre recuerdos que ignorábamos y el arte, lo escribió Proust, sólo nos revela aquello que ya existía dentro de nosotros.
Publicado en Diario de Granada con motivo de la exposición “Los papeles de Olont”. Galería Palace. Granada, 1982
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IMPRESIONISMO BLANCO, MELANCOLÍA AMARILLA
Juan Manuel Bonet
Pablo Sycet titulaba su última exposición -Granada, Galería Palace, junio de 1982- Los papeles de Olont. Olont es el nombre primitivo de Gibraleón, su pueblo natal, situado en la parte de la provincia de Huelva que linda con el Algarve. Con la muestra que ahora se inaugura, y que lleva por título Geografía, el pintor confirma su propósito evocador. Sólo que si entonces estábamos en el terreno de una abstracción vagamente teñida de referencias figurativas, ahora la pintura se carga de un mayor cúmulo de sensaciones y emociones; resultando por tanto difícil entender esta nueva etapa como una simple continuación de la anterior.
Para dar una idea de hasta qué punto se apodera del espectador algo distinto, diré que mirando estos cuadros y papeles, me acordé de un artículo de García Gómez -buenísimo como todos los suyos- publicado hace unos meses en ABC, y que trataba de “Nuestro impresionismo blanco”. Supongo que el recuerdo surgió porque ahí se hablaba, sustancialmente, de alguien cuya obra dio alcance universal a paisajes próximos a los de Gibraleón: de Juan Ramón Jiménez. El término impresionismo blanco sugiere una “Andalucía recóndita”, como llamó alguien a la del autor de Laberinto. Sugiere horas de siesta, jardines, olores, crepúsculos, un plano de agua en el Alcázar pintado por Sorolla, la luz blanca de Sevilla de que hablaba Carmen Laffón en una entrevista… todo esto aflora en la obra última de algunos de los mejores pintores jóvenes andaluces, paisajistas abstractos formados no en el impresionismo, sino en la tradición moderna (la americana, sobre todo), pero que hoy pintan “en una linde -por decirlo nuevamente con palabras del arabista- entre alegre y melancólica”. Me refiero a Julio Juste, cuya Granada es el paraíso cerrado de los poetas; a José María Jiro y a sus marinas abiertas a la bahía de Algeciras; a Juan Lacomba que ha pintado un cuadro sobre las metafísicas marismas del Guadalquivir. Y naturalmente a Pablo Sycet, rememorador de Olont desde la madrileña Plaza de los Mostenses.
En el caso de Sycet, tal actitud es algo relativamente reciente. Ha probado, antes, otros caminos. Le han rozado el síndrome vanguardista, la necesidad de sistemas y convenciones formalistas. Cosas de la época. A medida que su obra ha ido haciéndose más dúctil, perdiendo rigidez, cargándose de vida, ha sido él mismo quien ha tomado conciencia de las insuficiencias, de las estrecheces, de las reducciones a que están abocados quienes respetan demasiado los referidos sistemas y convenciones. De ahí el aire gozoso de su actual trabajo.
Gibraleón le proporciona un conjunto de temas, de pretextos que rememorar y reelaborar nostálgicamente. Olont. El Sur. Un blanco caserío. Un campanario. Jardines. Senderos. Un río. Fuentes, entre ellas esa Caja de Agua que, convertida en revista, ha difundido el nombre del pueblo a los cuatro vientos de la cultura.
Con estos elementos, es fácil hacer mala pintura. También con Moguer se pueden hacer, se han hecho malos versos. Santos Torroella, hablando de Miró, comentaba agudamente que quienes le defienden por su catalanidad, deberían preguntarse si esa catalanidad no es precisamente lo que comparte con muchos pintores mediocres. Hay que buscar las razones por las cuales, donde los más yerran, unos pocos aciertan. En el caso que nos ocupa, no cuesta mucho trabajo imaginarse cómo será la pintura local, con qué falta de gracia abordará esos motivos que aquí nos retienen. Últimamente, hasta alguna cofradía ha querido agrupar a los artistas onubenses… bajo una advocación mariana. Bromas aparte, lo cierto es que, de momento, nadie ha hecho con aquellos paisajes una pintura como la de Sycet. Entre otras cosas, tal vez sea condición esencial, para empezar a saber sentir la provincia, el haberse trasladado antes a la capital de España. Para los andaluces, así sucede por lo menos desde El libro de los gorriones.
Sycet viene, ya ha quedado dicho, de la vanguardia. De la planitud. Del sistema. Va… quizá sea pronto para determinar con exactitud a dónde va, pero salta a la vista que cada vez le preocupa más contemplar como pintor el tiempo fugitivo, construir cuadros con la huida del tiempo. Técnicamente, ni él ni ninguno de los jóvenes andaluces que he mencionado tienen obviamente nada que ver con los impresionistas. Lo impresionista aquí no sería pues la técnica, sino la actitud, esa disposición de ánimo (y de retina) por la cual de ciertas impresiones pasajeras cabe deducir ciertos cuadros perennes.
Este proyecto pictórico que organiza, como le decía Francisco Rivas en una hermosa y literaria epístola, las emociones y sus flujos, tiene mucho de navegación. De una navegación entre dos aguas. Por una parte, seguir entendiendo la pintura en términos de construcción abstracta, moderna, un poco en la línea de Guerrero, Ràfols o Teixidor. Por otra, un lirismo, una receptividad, mucho más concretos que los practicados por estos. El futuro determinará si uno de los dos elementos ha de prevalecer; o si -como me sospecho- ese navegar entre dos aguas no acabará constituyendo la entraña misma, la razón de ser de esta obra.
Impresionismo blanco. Melancolía amarilla. Uno de los papeles más felices, más logrados de esta serie Geografía, es precisamente aquel en que los motivos concretos (un jazmín, la cal, el albero), sin dejar de poseer una verdad concreta, quedan diluidos en una atmósfera, una sensación más genérica, el solazo, la hora de la siesta, una hora para ser vagamente percibida, sinestésicamente percibida un poco como perciben las cosas ciertos poemas simbolistas, o la Oceanografía del tedio. La hora de la siesta, pues, en un pueblo andaluz. Una pincelada suelta, desenfadada, a tono con este cúmulo de sensaciones, va aludiendo a un jazmín, a una sombra fresca, a una columna. La clave compositiva de este papel, y también la clave del efecto que nos produce su contemplación, hay que buscarla en la zona central, una zona cromáticamente intensa, rothkiana, donde se funden -como se funden en la realidad, en la reverberación del sol- el amarillo del albero y el blanco de la cal.
Pintar, no las cosas, sino ciertas horas entre las cosas. El crepúsculo es el motivo de un lienzo donde se recorta la silueta del pueblo, sobre un campo verde recorrido por un sendero zigzagueante. No es tan corporal la sensación como en el papel que acabo de describir. Pero el cuadro, metafórica, abstractamente, algo nos está diciendo sobre la hora en que, por el sendero, vuelven del campo quienes en el trabajan. El mediodía, “el justo mediodía” estalla, resplandece en otro lienzo, recorrido de derecha a izquierda, y de arriba abajo, por un ancho río. Una rama alta, levemente sugerida por una pincelada suelta, rasga el cielo inmaculadamente azul, y constituye un detalle exacto, captado con la rapidez de ciertos pintores chinos, con la precisión desmadejada de que hace gala el inevitable Monet de las Ninfeas. Otros motivos -la planitud del río y del cielo, el naranja violento de las orillas, el modo casi cubista en que se viene para adelante el embarcadero amarillo- juegan como rupturas sintácticas, y nos recuerdan que el pintor está inscrito en la tradición moderna. Por último, no quiero dejar de mencionar una serie de papeles sobre motivos de lunas. Lunarios vagos, cielos azules, heráldicas lunas, y en algún caso unos farolillos de feria que sugieren noches, músicas, fugitivas sensaciones veraniegas.
Supongo que Sycet jamás volverá a practicar una abstracción convencional. Tampoco me lo imagino queriendo emular a los pintores de 1890. Lo dicho: probablemente la entraña misma de esta obra, su razón de ser, acabe siendo este hermoso navegar entre dos aguas -entre dos luces, entre dos signos- que les confiere especial tensión a los cuadros y papeles de Geografía.
Publicado en el catálogo de la exposición “Geografía”. Galería Sen. Madrid, 1983
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VIENTO DEL OESTE
José María Rueda
Sospecho que no me equivoco si afirmo que una otoñal tarde de octubre de principios de los setenta Pablo Sycet llegó a Madrid-Atocha. Cargado de abultadas y onerosas maletas, ayudado quizá por algún gentilhombre ocasional, se dirigió al pequeño apartamento que meses antes había alquilado. Una vez allí, de entre los numerosos e indefinidos objetos que traía situó uno, el más querido, frente a la amplia ventana, precisamente abierta al occidente, e inició un extraño ritual, también indefinido, que se prolongó hasta el amanecer. Desde entonces el viento del oeste no ha dejado de entrar por ella, viento del oeste, de ese “Gibraleón Dormido” que transmite ensoñaciones múltiples, impresiones frondosas, rumores de agua, paredes encaladas con sombras fugaces, siluetas de colinas al atardecer…
Todos los otoños el ritual se repite después de que Pablo haya renovado durante el verano, en su ciudad natal, todo el repertorio de escenas evocadas en su obra “fabricada” en Madrid.
Se podría aventurar que la trayectoria de este onubense afincado en el “Foro”, unido con fuertes lazos a Granada y correcaminos vocacional regenera sistemáticamente los recuerdos de un pequeño rincón peninsular que le marcaron indeleblemente en su más tierna niñez y que componen momentos de extrema fruición mientras pinta. Porque su pintura es ante todo argumentada obsesivamente sobre componentes locativos y ambientales y los primeros refieren siempre la misma realidad geográfica. No hay más que recordar algunos títulos de su cosecha: Caja del Agua, Los papeles de Olont, Un sueño de Olont, rescatando el nombre ancestral de Gibraleón. Precisamente, además, a la serie “Geografía” corresponde esta muestra titulada “Occidente” que aquí presentamos.
Cabría aventurar también cómo el proceso de acercamiento a su obra de hoy se ha ido desenvolviendo de forma gradual en torno a tres elementos que concretan su trasfondo pictórico. El primero sería la compleja realidad que inspira su pintura, el mundo de ensoñación creado en torno a unos paisajes naturales que en el estío son vividos intensamente. Un segundo la ventana que recibe los impulsos aéreos del recuerdo transportados por una fuerza indeterminada. El último una sucesiva depuración de la metodología técnica y compositiva del cuadro.
Primeramente las imágenes de Gibraleón se diluyeron en composiciones heterogéneas, de diluidos blancos, verdes, rosas, azules, naranjas, ocres… Provienen de una síntesis entre una cálida naturaleza y una moderada superposición y estratificación urbana sobre ella, que no ha interferido rasgos de su belleza como pueden ser la luminosidad de un mediodía o la matización de un atardecer. Estos “flashes” variados se concretaron en la pintura de Pablo Sycet mediante una sistemática repetición del esquema de ventana sobre el sustento del papel o la tela. El cuadro se estructuraba espacialmente, con colores planos o, en algunos casos, matizados con diversas intensidades y graduando el contacto entre ellos. Las tonalidades pastel referían y evocaban una neblinosa y somnolienta recepción de imágenes a través del alfeizar, previamente reflejadas en un muro blanco.
En un momento posterior empezó a primar una componente impresionista que hacía más identificable el motivo de inspiración que, aún estando presente desde el primer momento, en la obra anterior se encontraba abstraído de sus proporciones reales, de sus formas, de sus siluetas. Esto comencé a comprobarlo en la Exposición “Los papeles de Olont”, que presentó en la Galería Palace de Granada, desarrollado aún más en “JJ&PS” junto a Julio Juste en el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife y sobre todo en “Geografía”, en la Galería Sen de Madrid.
Esta trama impresionista que sustenta la obra actual responde a una modificación de la estructura del cuadro: la imagen reflejada en un plano o pared, que entra por la ventana, ha tornado en imagen diáfana, sin obstáculo. Ahora, Pablo Sycet pinta paisajes, en proximidad o lejanía, pero en visión panorámica desechando el juego de espejos representado por la pared encalada sobre la que se componían las mezclas de color de los árboles y flores de un huerto. Nos encontramos pues ante una transformación del objeto referido en la obra y el modus de realización de está. Las imágenes de una fuente, de un manantial, de un camino zigzagueante, de diversos planos compuestos por los accidentes del terreno y la vegetación que alimentan, de la silueta de una casa, la mancha de color que provoca, de un árbol… aparecen claramente definidas sobre el soporte de colores variables en el tiempo. ¿Responde esto a una elección consciente de referencias a la pintura postimpresionista de un Cezanne, por ejemplo? Yo creo que en cierta medida sí: en la de argumentar históricamente una tradición europea que se quiera o no, está presente en la más actual pintura española. De otra forma quizá no se entendería cómo paralelamente a la impresión de imágenes en el plano pictórico se desarrolla una metodología más activa, practicando un repertorio de trazos ágiles, a veces descontrolados, dejando su lugar preciso al driping. Sintetiza Pablo Sycet símbolos tradicionales y procedimientos de la revolución americana armonizados deliciosamente. El valor de su pintura radica en que todos los componentes se mezclan y cohesionan en un hálito de ensoñación y lirismo muy acentuados. Su quehacer representa de forma muy concreta el “mundo de pintor”, una diáfana elección. Refiere, en definitiva, un proceso “misterioso” de creación en que el viento del Oeste juega el papel de medium. Vale pues que nos alegremos de que cada vez entre más diáfano por esa ventana de Madrid.
Publicado en catálogo de la exposición Occidental. Galería Fúcares. Almagro, 1983
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MEMORIA DEL EDEN
Javier Berrio
Después de repasar el último trabajo de Pablo Sycet a la luz de sus muestras más recientes, verificamos que la continuidad temática que las caracterizó ha tomado carta de naturaleza. Las referencias geográficas, definitivamente libres de cualquier sospecha para suspicaces y malévolos, no son una casualidad en su pintura vivencial, ni se trata de un caprichoso experimento destinado, por otro lado, a un más rápido o tardío vaciado de consistencia e intencionalidad. Por eso se han hecho tan sumamente importantes y se han erigido, con la misma progresión que firmeza, en apoyatura sin istmos del fluir pictórico, en el que la transmisión visual de imágenes es una íntima experiencia. La ubicación física de ésta en general -rincones vitales, años de juego, esplendor de esos otros momentos en los que la vida se condensa- es, más que una forma de arrostrar la sequedad ambiental de Madrid o la simple reconstrucción de su Olont natal, la definitiva asunción de la arboladura aventurera del arte, cuyo último puerto nadie puede antever dadas la juventud y determinación del pintor.
En ese sentido, “Ultima Europa” es el más flamante eslabón en el afán de concretar la pintura en parajes donde, seguramente, tuvieron lugar acontecimientos reales, capitalizador de las utilidades que sugieren y que, tan limpiamente, han contribuido a la terminante dilucidación de su obra como experiencia del conocimiento. La labor de construcción de las exposiciones a las que me venía refiriendo, está concebida con la misma unidad de intención que la disciplina evocadora de la que son fruto. Y sin embargo, en ésta que nos ocupa nos hallamos ante la superación de actitudes en cierto modo excluyentes, las mismas que la nostalgia elevó a purísimo arte en “Los papeles de Olont” y “Geografía”, de la que, por decirlo de algún modo, ésta es suma y sigue, complemento y continuación; la madurez avizora de una más amplia dispersión imaginativa.
Si en aquellas dos Pablo Sycet rememoró tan acertada y felizmente los lugares de infancia y juventud –sobre todos–, y se asomó a las fascinantes balconadas del recuerdo entrando de lleno en esa audaz abstracción figurativista, ahora le encontramos en las mismas lides pero, si cabe, con una pintura aún más vigorosa. Porque donde acaba Olont, sigue Europa, la última Europa inconclusa; donde concluye la Geografía, siguen otros recorridos, los del ánimo y la palpitante memoria. Lo ostensible aquí es lo innominado, y aún sabiendo que hay más de lo que presentimos –o tal vez lo que barruntemos sea esa presencia no pintada–, no se acierta a averiguar el qué ni el cómo. Es un “algo más” que seguramente no nos corresponde, que parece quedar encerrado entre las pinceladas para exclusivo solaz del pintor. –Debe tratarse de un guiño, de una sonrisa cómplice, de un último rincón de pudor olvidado en un último Edén–. Todo esto es lo que le convierte en lo que ya decía más arriba, en puro pintor de la experiencia, y cualquier matiz suelto –no olvidemos el secreto de tantas vivencias–, es nada en comparación con esa experiencia del conocimiento, con la carga de sensaciones y la profunda vibración de los motivos, de las escenas insinuadas que el pintor quiere y logra transmitir en todos los cuadros de esta exposición.
Con inequívocos planteamientos líricos, Pablo Sycet sigue ahondando en el camino, iniciado algún tiempo atrás, de ponerse a sí mismo como testigo de su propia aventura y detective de su historia. Utilizarse de esa manera, sin recato, es un atrevimiento que denota, como en los más crudos y mejores poetas, arrojo y formidable convicción del fin que el arte persigue y del riesgo que conlleva. Esta pintura vibrante, eficaz, “oleada de hermosura”, como diría el Nobel, se mira a sí misma y en cambio no se repite; se recrea y transforma sosegadamente en nueva frontera a salvar, impulso relajado como aquella voz que habla sin palabras de días, de horas, de minutos tan profundamente conocidos.
Publicado en catálogo de la exposición “Última Europa”. Salas de la Caja Postal. Itinerante por Huelva, Almería y Jerez de la Frontera, 1984
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EJE Y PERIFERIA
José Luís Loarce,
De Gibraleón, a lo más occidental. A la “última Europa”. A la última geografía. Pablo Sycet, eje y periferia, confín de la pintura y viajero de sí mismo, geógrafo de su propio perfil que evoca una ruta por Portugal, ahora desembarcando de nuevo…
Y viajando siempre. Conformando su propia topografía, quebrando caminos sobre la fractura de su propio ser/no ser como pintor. Desde que conozco la pintura de Pablo Sycet me ha apasionado la complejidad y la síntesis que presentan los elementos plásticos de su obra. Aparece un sentido de lo itinerante y lo reiterativo –argumentos, señales, fijaciones, insistencias en ámbitos del mundo “representativo”–, surge en cascada un aluvión de ingredientes pictóricos, en estado de suma pureza, que aparecen/desaparecen dejando el rastro de un paisaje físico y óptico muy difícil de olvidar.
¿Es una manera sureña o meridional de ver y de verse? ¿Es un tratado de orografía sentimental con citas de la pintura moderna a pie de página y un prólogo muy explicativo? ¿Acaso la visión unitaria de fondos y figuras sobre una realidad cuajada de referencias redentoras? ¿Posiblemente una gráfica de códigos, dicen que “abstractos”, muy corporales, muy visualizados, muy románticos, muy cromáticos…? Es todo eso contado con soluciones que predicó el Post-impresionismo, con síntesis no de formas, sino de superficies de color.
Relata evocaciones, el recuerdo de lo vivido y de lo que anhela vivir, historias nunca protagonistas de la pintura –porque Pablo Sycet controla los resortes, tensa la composición, limpia el espacio de anécdotas mínimas y otras truculencias al uso–, por eso sucede que los relatos de esta “Geografía” / “Occidental” / “Ultima Europa” son iluminadores de la retina, lirismos del color sabiamente empleado y afirmaciones de espejos recordados.
No hay salidas dramáticas. La dramaturgia y el teatralismo están por completo ausentes del cuadro, éste no es escenografía ni recreación campestre. La obra de este pintor andaluz está voluntariamente fragmentada –es fractura, escribí el principio–, es decisión pasajera, indeterminada, un dejarse ir/llevar por el impulso mismo del cuadro: aguas, atmósferas, caminos, horizontes, lunas, perfiles, posturas… Naturaleza de formas y calidades de color que se “confunden”. Belleza formal y tratamiento del color que infieren ya un paisaje luminoso, ya un detalle personal o una imagen intensamente matizada. Es conocimiento afirmativo de la expresión abstracta, tan divulgada como exclusivamente originaria de la posguerra norteamericana, aunque tiene en Pepe Guerrero, granadino en EE.UU., uno de sus primeros talentos, figura clave y premonitoria en el trayecto plástico de Pablo Sycet.
La abstracción, expresionista y lírica al mismo tiempo, ha significado en Pablo Sycet un estímulo a la pintura, la incitación a una manera distinta de ver, nunca un modelo más o menos reproducible. Huir de los repertorios convencionales, superestructurados y cansinos para la mano del artista y para la mirada. Ha sabido demostrar que la fuerza de los trazos, las tensiones de color y grafismos tienen enorme poder y capacidad de evocación y de ensoñación, que la pintura puede transmitir sin dejar de ser pintura de verdad. Desde “Geografía” se ha afirmado más en esas claves, en gestos figurativos nuevos, más activos y generadores del cuadro, dentro de un proceso de riesgo y de incertidumbre sorprendente. Ha asumido plenamente la aventura del conocimiento, la transformación hacia una pintura desposeída de efectismos y sí depositaria de vida interior, de sensaciones originales.
Me interesa sobremanera esta nueva dinamicidad que va adquiriendo su obra, con lo “poetizante” que pueda resultar todavía. Este pintor que lucha sincero con las manchas de color, que enfrenta y maneja colores con tan buen sentido y que a la vez rasguea la pintura con ese nervio, con gestos líricos y valientes, insinuando y afirmando, soñando y viviendo. Me atrae especialmente esa vibración tan libre en su concepción de paisaje (y por esa razón muy compleja, como decía antes) y cómo está haciendo posible que la capacidad de ensoñación se vincule más con el lenguaje de la pintura, con el método del pintor moderno. Y que lo natural se manifieste en hechos pictóricos tangibles; en la materia soñada de la pintura que redime la existencia.
Combate exquisito, pero combate, el de Pablo Sycet. Desde su natal lugar onubense a los confines del occidente europeo, está describiendo la gráfica del pintor que es eje y periferia de lo contemporáneo. Caligrafía de certidumbre inacabada.
Publicado en el catálogo de la exposición “Ultima Europa”, Galería Palace. Granada, 1984
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PINTURAS PARA UN CUERPO:
EL FINAL DE LA APARIENCIA
Octavio Zaya
Si emplazamos Geografía (Galería Sen, 1983) entre paréntesis, las imágenes de Sycet se resisten a dejar ese espacio impreciso, entre la intermitencia y la parálisis, que evocan las figuras borrosas y fragmentadas, aunque reconocibles, de su pintura. Geografía era ese mundo exterior –el mundo mismo cuya amplitud y contingencia parecían impenetrables– al que Memorial abrió esa puerta por la que una parte se prometía alcanzable, donde parecía seguro que a través de las cosas, los pensamientos, emociones y recuerdos, un día distinguiría entre lo real y lo imaginario y en su esfuerzo construiría el sentido de su pintura.
En las más recientes, Pablo Sycet parece haber encontrado y explorado finalmente esa parte del mundo que es la suya, pero no para ser una noción de la pintura que justifique la experiencia sino para reconocer que el deseo no se atrapa ni completa verdaderamente en la pintura. La pintura es un organismo autónomo –que dijera Greenberg– que puede transmitir una satisfacción independiente a la de la vida, desplazando preocupaciones y fijando la atención sobre sí misma. Si se resulta que la pintura hace la vida mas confortable, somos nosotros los que tenemos que desarrollar la habilidad para que así sea, porque la pintura no parece estar interesada en hacerse accesible. Si fracasamos en la vida o si sufrimos, el fracaso o el sufrimiento no es el de la pintura sino el nuestro. En su egoísmo, la pintura contemporánea continúa y sólo favorece a aquel que mejor le sirve. Ella sólo sugiere eternidad porque ofrece ese placer año tras año, siglo tras siglo; aunque sean la eternidad y el siglo de un momento…
Pinturas para un cuerpo no es el resultado de esos presupuestos hedonistas a los que estamos más que acostumbrados en nuestra década y que a veces satisfacen la envidia o el resentimiento. Sycet sabe de la existencia de un Goya o de un Kiefer, de un Bacon o de Sue Coe, y como los poemas de Luis Cernuda de los que obviamente toma su nombre, el arte de Sycet se levanta sobre la airada frustración de la reconocida imposibilidad de atrapar la figura/cuerpo para siempre. Si en “Precio de un cuerpo” el poeta sevillano nos advierte que “por cada instante/ de goce, el precio está pagado:/ Este infierno de angustia y de deseo”, las pinturas de Sycet disuelven los vestigios de la imagen y la posesión de la figura, del cuerpo disponible en la memoria, en la experiencia diaria, asimilándolos en lo puramente pictórico. La pintura no puede liberarnos de la “humillante servidumbre” del cuerpo, porque la pintura no es sólo un cuerpo de placer para el pintor. En todo caso, a diferencia de Cernuda, la pintura de Sycet no es un ejercicio de salvación y estoy seguro que no aspira a “la imagen/ Misteriosa y divina de las cosas” sino a su verdad personal, que es también la verdad de todos. Y cuando los efectos demoledores de la experiencia reducen toda esperanza al absurdo, la pintura de Pablo Sycet no se establece para construir un cuerpo sino para subrayar la falacia, la ilusión que existe en todo intento de ofrecer la pintura como rescate.
La pintura de Sycet es, con todo, existencial. Memorial (Tossan-Tossan Gallery 1985) ya nos enseñó que la nuestra es sólo una entidad temporal, sometida al imperio de la transformación y la pérdida. Frente a éstos y a la agobiadora insistencia de la fugacidad, Sycet no erige una pintura fantasma, una copia o un momento del recuero. Para él, los cuerpos no están para ser copias pintadas o momentos, ni la posesión es la labor de un brochazo. Acostumbrados a las pinturas históricas y místicas del nacionalismo mandarín que abunda en los pasillos generacionales de la pintura circense y del bazar del arte de nuestro tiempo, la pintura de Sycet es una anomalía. Cuando algunos rebuscan entre las basuras del arte para elaborar una memoria de nuestro tiempo coloreada con matices y tintes de la charanga y la pandereta, los temas y las emociones de Pablo Sycet –sin alborotos ni subrayados– han sido generalmente los mismos. Pero lo que ha superado toda repetición superflua ha sido el hecho de que ha evitado esas ideas abstractas que hacen una serie de las exigencias del mercado y una exhibición de los dictados de la moda.
En Sycet, la pintura –su trazo y su imagen fragmentada– deshace la figura, levanta su piel, reflejando su entraña en la entraña pictórica. Lo que queda es pintura. Cualquier figura, cualquier imagen se abruma en la pintura, se confunde en ella y en ella se hunde como en un pantano. Como en Cernuda, es el final de la apariencia. Pero no se trata de que las imágenes no sean auténticas sino de la inutilidad de buscar en ellas la apariencia que materialice una figura real. La pintura es una declaración de ausencias, la representación del residuo de aquello que nos fascinó por su energía, “del centro inmóvil del existir” que sobrevive al abuso de la pintura. Lo que queda es la carne de la pintura, una ilusión de la carne. Cuando miramos las pinturas de Pablo Sycet siempre buscamos una imagen, pero todo lo que se nos da es pintura. La figura se desplaza porque todo lo que nos queda es “la hondura fatal e insobornable” de la imaginación. La figura hubiera sido tan solo una imagen de la ilusión que disfrazara el fracaso del deseo. La pintura de Sycet, por el contrario, establece los derechos del deseo y la medida de lo posible.
¿Pero quién es ese cuerpo que “nos lleva/ Tras de sí”, sometido a un tiempo que no parece nunca haber pertenecido a la pintura y sin embargo en ella sobrevive y se recuerda? La pintura de Pablo Sycet se produce en el deseo de recordar una experiencia que le ha arrebatado el tiempo, una experiencia que afecta y transforma profundamente el sentido de la imagen. A la vez, la pintura es un síntoma del olvido de esa experiencia traumática de la desposesión. Entre el recuerdo y el olvido se constituye un espacio que a la vez materializa la intensidad de la ausencia y la alivia de su agobio sentimental. Es una ausencia que aparentemente ninguna presencia puede reemplazar. Sólo ese cuerpo ausente pudo habérsela ofrecido en otro tiempo que definitivamente no es el mismo que el de la pintura, aunque fuera un momento, una vez sola, o informara solo “un mito/ En tu hermosa materia”. Y si en la pintura de Sycet ese cuerpo sólo existe “como sombra de algo”, ese “inútil trabajo” de ofrecerle las pinturas que con seguridad no necesita es todo lo que queda al pintor para reírse del tiempo y aspirar a la eternidad.
Publicado en catálogo de la exposición “Pinturas para un cuerpo”. Galería Sen. Madrid, 1986
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EN LAS FRONTERAS
Juan Cobos Wilkins
El territorio del creador es fronterizo. Difícilmente entre lindes bien marcadas, seguras, nace el misterio. Quien fecunda su obra hermafroditamente vivirá junto a un lago y negará que sus aguas son glaucas y reflejan la luna. “Son amarillas -dice- y proyectan a otros cuerpos de otro espacio su irisación, su imagen; no reflejan”. Pero quien bifurca, masculino o femenino, reencuentra o yuxtapone, lo sabe: también el dolor fecunda. Un extranjero, un bárbaro, puede embellecer con su orín el mármol estriado de una pura columna romana. Es fronterizo el territorio del creador y, no obstante, qué demarca quién, quién limita qué. Paul Celan es “La rosa de nadie”. Luis Cernuda escribiendo una oda a sus paisanos. Andrea da Firenze dando el color del oro a un diablo en “La discesa di Cristo nel Limbro dei Padri”. Durero pintándose a sí mismo, tan bello, sin rubor. El propio cuerpo, podría argumentarse, sí. Sí establece sus puntos cardinales y señala, fija, marca su coto vedado. E igualmente, no: el cuerpo de la obra se parece a la fe y la creación no es ciega. Ve, mira el recuerdo de una huella de plata rozada y no borrada por la ola en la arena, en la bajamar permanece, a la pleamar pertenece, a tus ojos se entrega aún cuando la niebla con sus dados haga trampas en la partida sensual con la memoria. Crear fuera del territorio nato impide que las raíces se hundan en el olvido: mitifica ese espacio al hacerlo de nadie más que del expulsado si, al fin, comprende que si es paraíso, lo es por perdido. Ahí, de nuevo, el creador solo. Sin ser de una ni otra zona, sin saber a qué parte de la cancela cerrada del Edén pertenece, a qué lado de la espada llameante del ángel se encuentra. Nace así la creación con la seguridad del funambulista y el ansia. Sentirse amado, pertenecer al menos a la duda; ésta, luego, es ternura o nuevamente ansia: pero ya imprime sus reglas y la firmeza de una pasión que neciamente reinterpretada por la sociedad se metamorfoseará junto a un río, Narciso. ¿Lo demás? Lo demás es la lucha con las hojas de papel hecho a mano y en llamas, con las manchas de colores que azotadas por el viento están cruzando ya bajo los ojos de los puentes como manadas de leopardos. A un lado y otro del papel y del agua, de la mano y la tela, del fuego y de la descomposición de la luz, hay -como ante y tras la espada encendida y la verja cerrada- dos territorios bien delimitados, quien fatalmente vende su alma a la creación sabe que a ninguno de los dos pertenecerá. Nunca. Y ahí estamos, solos, indocumentados, y en la Frontera.
Publicado en el catálogo de la exposición “Por vivir aquí”. Palacio de la Madraza. (Granada), 1988.
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LA LLAMADA DE LA SANGRE
José Ramón Danvila
Realidad y pintura; el artista puede buscar paralelos entre el mundo exterior y su pensamiento, apuntar sensaciones captadas e interpretadas, impresiones de lo observado. Pero otras veces la búsqueda es más idealista, surgiendo la pintura como respuesta a impulsos íntimos, importando la fantasía más que los caracteres de la realidad, estando el trabajo más influenciado por lo mental que por la importancia de la física.
Pablo Sycet ha reunido aquí más que una serie de obras, un conjunto de reacciones, ha dado forma a un combinado natural, onírico e imaginativo que, si bien especula con lo real para mostrarse irreal, refleja un convencimiento personal por la necesidad de plantear experiencia y deseo, memoria y aventura, materialidad y fantasía, evidencia y sueño como binomios siempre fijos de una representación que quiere ser crónica, por lo que tiene de memoria, y ensayo, por lo que tiene de utopía. Su obra se debate en un territorio difícil porque transforma la narración en razonamiento, porque contempla psicológicamente los fenómenos, porque describe la sensación más que el suceso. Porque, en definitiva, se surte de argumentos que dejan de corresponderse con espacios reales para ser terreno exclusivo de las alegorías.
Llena de símbolos y referencias, la pintura de Pablo Sycet nace de una idea tradicional en cuanto en ella se dan esos grupos temáticos que son el paisaje, la naturaleza muerta o el retrato. Pero el ejercicio viene a demostrar que es necesario unificarlos en un cometido capaz de ofrecerlos como propuesta mental. Existe un contraste básico surgido de la consideración del espacio, tanto abierto como cerrado, que es síntoma de la relación siempre viva entre los mundos exterior e interior, entre el pensamiento y el entorno donde realiza su actividad aquel que piensa. Entonces, cualquier posibilidad escenográfica es útil, pero mucho más útil es mediatizar la escena y hacer de ella un terreno neutro.
No es fácil, aunque lo parezca, dar a la figuración de Sycet el exacto papel que le corresponde. La sensación realista dejará de tener importancia cuando a cada imagen ha de adjudicársele un cometido simbólico; la escena se plantea sin trascendencia cuando en su aspecto los caracteres se han desvanecido y son los de los objetos los que revalidan la independencia de sus cometidos y la capacidad para describir acciones que han de dejar el mundo real para incorporarse a un argumento imaginario, a los deseos y a los recuerdos.
Sycet va haciendo un homenaje a los cuatro elementos por ser éstos una cuestión indispensable de la vida, y él es rotundamente vitalista en el hecho del trabajo. Son precisamente esos elementos los que proporcionan la energía suficiente para la presencia del tono emblemático de ésta pintura, entre otras cosas porque dejan de mostrar su física para adaptarse a una nueva representación.
En su pintura es contínua la idea de cambio, de mutación, de comunicación de toda la intensidad que contienen los hechos naturales. Pero el sentido adquiere la proporción de la sugerencia a través de unas relaciones que van concretando la figura y su significado. Una copa, el ala, la espiral, columnas, la nebulosa… Símbolos claros que refieren historia, mito, maneras de comunicación que hacen al hombre solitario y sociable, que dan un sentido ascendente a la física, que explican un avance mental de la memoria, la fijación de un camino para la experiencia o la importancia del diálogo entre lo vivido y lo soñado.
Contrastes además en lo visual, a partir de la épica y la lírica de los objetos, del lugar que ocupan en la representación. Del color como signo que va del choque violento y ácido hasta la entonación más sutil. También contraste en el tratamiento de los espacios, una conversación contínua entre la ficción y la búsqueda de la neutralidad en la narración. Todo ello es una parte importante de la especulación que hace Pablo Sycet en sus cuadros, especulación como reflejo de situaciones y circunstancias, donde coincide la anécdota y lo trascendente, el gesto imaginado y el tributo a la conciencia.
Sycet construye sus pinturas en base a la evolución formal de lo representado. Todo comienza siendo estable para ir después a un terreno de sensaciones y más tarde a la dilución o a la sombra, es decir, a la metáfora del recuerdo. Se efectúa un trayecto entre lo próximo y lo lejano como sinónimo de otro itinerario íntimo en el cual se produce el fluído, en circuito continuo, de una substancia indescriptible entre el corazón y la cabeza.
Parece que éstas pinturas buscan salidas al comportamiento, nuevos caminos al deseo, que son el adiós y la bienvenida en función de las vivencias, la esperanza, siempre latente, de un itinerario en el que confluya lo personal y lo general. Quizás por eso se intuya en ellas la existencia de unas notas específicas que van dando cuerpo a una especie de diario sentimental en el que olvido y recuerdo se confunden entre las veladuras de los torbellinos, unos huyendo por el agujero de la espiral, otros caminando por sus bordes hasta escaparse a otro espacio donde no se distingue si hay realidad o apariencia.
Pinturas siempre sentidas que son respuesta a una postura ampliamente demostrada por el pintor a las que no suele motivar el tiempo y el suceso ya que nacen de un convencimiento perfectamente valorado. Obras pensadas, que hacen pensar desde cualquier de sus detalles. Trabajo que responde a un requerimiento íntimo, visceral, algo que castiza pero exactamente se denomina la llamada de la sangre.
Publicado en catálogo de la exposición” Épica de cámara”. Galería Sen. Madrid, 1992
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EL TIEMPO DE LA ACCIÓN SEGÚN PABLO SYCET
Nicolas Torices Abarca
I
Ambrosio Spínola, acompañado por militares españoles y escoltado por lanceros
o piqueros, recibe la llave de la ciudad de manos de Justino de Nassau, al que
siguen soldados con lanzas y alabardas y un arcabucero. Al fondo, la ciudad,
inundados sus campos, y humaredas. En el ángulo inferior de la izquierda, la
cartela en blanco para la firma.
CATÁLOGO DE PINTURAS DEL MUSEO DEL PRADO
Descripción de “Las lanzas o La rendición de Breda” de Diego Velázquez de Silva
(núm. De catálogo 1172)
Cuando el fragor de la batalla ha cesado por fin, una vasta perspectiva se despliega ante el espectador y le sobrecoge. Toda la pintura occidental destinada a glosar las heróicas y funestas gestas guerreras no ha sido sino el laboratorio donde ensayar el artificio del espacio en profundidad. Por esa razón nos atrae y nos inquieta. Incluso somos capaces de olvidar, tal vez ignorar, el terrible discurso que ha hecho nacer esos cuadros pensados y ejecutados para glorificar al príncipe y el poder omnímodo de la Historia. Pero, sin ningún género de dudas, nuestro ojo se siente atraído de manera inevitable hacia el paisaje, con sus humaredas, hacia los vastos desiertos aéreos o marinos, como congelados, ante los que se recortan unas figuras extremadamente rígidas, semejantes a autómatas cuyo mecanismo motor, por alguna razón ignorada, se hubiera detenido. Dialéctica compleja de la inmovilidad del retrato de aparato para los personajes del primer plano -los actores de la Historia- y de la ingravidez de los celajes o las columnas de humo, que, a vista de pájaro, modulan la infinitud de un paisaje sobrecogido.
¿Por qué nos parece que podemos saber a qué hora del día y en qué fecha del año ha sobrevenido la catástrofe? Basta con dirigir nuestra atención hacia el paisaje humeante, los campos inundados y la ciudad abatida de Breda en Las lanzas de Velázquez, para turbarnos con una pregunta atroz: ¿qué hora es en el cuadro? Parece deliberado el intento de Pablo Sycet en su aproximación al asunto del cuadro velazqueño (Todas las lanzas, A los pies de los caballos) de excluir el tiempo de la acción para recuperar el tiempo de la pintura. Un tiempo construído con fragmentos que, como en el arte del montaje de las geniales películas de S. M. Eisenstein, persigue captar los gestos ocultos tras el acontecimiento; gestos que, al fin, producen el sentido. La tensión dialéctica entre dos regímenes temporales (el tiempo de la acción y el tiempo de la pintura) marca la producción última de Pablo Sycet. La acción es la Historia -y su registro, los cuadros conservados en los museos-, pero la acción es, también, el conjunto de sensaciones y recuerdos que configuran la biografía. Por tanto, la acción proyecta su tiempo en dos escalas: la macro, del devenir histórico, y la micro, del acontecer individual.
La pintura, para Pablo Sycet, se desenvuelve en un terreno baldío (entiéndase bien: asolado por una batalla). Es la tierra baldía: dos estructuras turriformes lanzan sus señales; entre ambas (puesto que una se sitúa próxima al espectador -en primer plano- y la otra se yergue al fondo, sin solución de continuidad sintáctica entre ellas) se extiende un vacío. Ese vacío es un campo ocupado. Lo ocupa el trabajo del pintor, o lo que es lo mismo, su lucha y su batalla. De ello, tan sólo permanecen sus vestigios: una amplia zona coloreada, matizada por las veladuras y las capas de pigmento. Ahí está, además, nuestro goce como espectadores.
De acuerdo con Leonardo, la pintura es una “cosa mental” y Pablo Sycet nos recuerda que es, además, una batalla; mejor dicho, el cuadro es el campo asolado, tras el combate. La metáfora que nos propone a lo largo de las obras ahora expuestas, agrupadas por ello bajo el título de Después de la batalla, trasciende el acontecimiento y el gesto; es un territorio y es un tiempo.
El territorio, el tiempo de la pintura, entonces, no es la actualidad, ese “vacío entre los acontecimientos” -en palabras de George Kubler (La configuración del tiempo)- lo único que, por otra parte, podemos conocer directamente. El saber, el goce de la pintura proviene -según el pintor- de su reconocimiento como restos de un combate, como paisaje después de la batalla. Acabada la lucha, sólo quedan cenizas: Semillas de luz, cenizas de sangre, un políptico laico abierto al terreno perdido del vencido. Nos enseña que la pintura es el después, ese es su tiempo. Concluída la acción, entre acontecimiento y acontecimiento, la función del espectador consiste en reconocer las señales del tiempo coaguladas en el cuadro, “estas señales son como energía cinética acumulada hasta el momento de llamada, en el que la masa desciende” (Kubler, op. Cit).
II
Utilizamos estos símbolos cuando queremos hacer comprensibles a los otros
grandes fenómenos, pensamientos hermosos sobre la naturaleza o los sentimientos
más afectivos o pavorosos de nuestra alma frente a los fenómenos, o la
cohesión interior de nuestra alma. Buscamos un fenómeno que se corresponda
de forma característica al sentimiento que queremos expresar, y cuando lo
encontramos hemos escogido el tema del arte.
Philip Otto RUNGE
Carta a su hermano Daniel, 1802
Mediante la cita (de cuadros clásicos, de hechos biográficos, íntimos y desconocidos) Pablo Sycet conjura el tiempo de la acción en la tela. Y lo hace como el que cita de memoria, con paráfrasis y circunloquios. Elude apropiarse de la Historia y de la biografía. Con ello, como el adepto y el alquimista -cuando comunican sus arcanas experiencias- sustituye la denotación por la connotación. Y, como la de ellos, su obra genera un campo gravitacional sobre la analogía, es decir, sobre el símbolo (que no se entienda aquí símbolo en su aceptación vulgar, sino como simulacro, cosa que ocupa el lugar de otra, la sustituye y la representa).
Así, el símbolo es cifra de un universo y la pintura es ese universo. Dice el pintor, a propósito de Las cartas marcadas: “Las torres quizás tengan su referencia en mis pinturas, antes que por otras oscuras razones, porque es lo primero que aparece ante mis ojos volviendo al sur, a la casa materna, desde que tengo memoria”. Aunque la anécdota -la biografía en acto- desencadene una red de significados (opacos o transparentes; ya para el pintor, ya para nosotros), no nos interesa la anécdota. Nos interesa la metáfora, eso es lo que nos seduce: el mecanismo de sustitución por el que una cosa es otra, por el que un cuadro es un cuadro y no el registro de un acontecimiento. Porque la banalidad de la evidencia da vértigo, el artista -y parece saberlo muy bien Pablo Sycet- está obligado a elaborar complejas ecuaciones plásticas en las que “A” nunca es “A”.
Al instituir sus símbolos, el pintor genera, claro está, una iconografía. Que ese sistema iconográfico sea reductible a un campo semántico, con referentes, a la vez provenientes del universo de experiencias íntimo del artista o de la cultura, es más que probable. Pero el valor de esos iconos (torres, esferas luminosas, banderas y gallardetes, turbulencias cósmicas) no reside en su descifrabilidad. Su valor proviene, más bien, de ser elementos morfológicos que estructuran y organizan el campo plástico. Son las unidades básicas con las que Pablo Sycet construye el sentido sobre la pantalla de dos dimensiones.
A lo largo de sus últimas obras, el pintor ha ido elaborando un repertorio figurativo a base de motivos elementales pero rotundos. El elevado grado de pregnancia de esas figuras le permite utilizarlas en una combinatoria altamente eficaz. Constituyen una suerte de alfabeto visual, gracias al cual consigue articular el campo figurativo con composiciones fundadas, bien en relaciones sintácticas (Maíno), bien paratácticas (La muerte enamorada; Todo es quimera).
Por tanto, a través del empleo de esos motivos Pablo Sycet, en realidad, intenta verificar la validez y legitimidad de la pintura como lenguaje universal, es decir, hasta dónde puede llegar como acto de comunicación sin perder su sentido último (que es estético). Por eso dirige su atención hacia el arte más ideologizado (los cuadros bélicos) y lo reduce a paisajes (otro género no desprovisto de connotaciones ideológicas, como bien sabe quien se acerque al paisajismo romántico alemán).
Mediante esa transmutación opera justamente al contrario que aquellos sabios enfrascados en la búsqueda de un lenguaje universal, con que se tropezó Samuel Gulliver en el transcurso del tercero de sus azarosos viajes. Según el relato del sardónico presbítero anglicano Jonathan Swift, cuando Gulliver visitó la Gran Academia de Lagado, se encontró allí con los profesores de lengua enfrascados en un demente proyecto, que consistía en abolir absolutamente todas las palabras (es decir, los símbolos) y expresarse mediante las cosas mismas. Para Pablo Sycet las cosas sólo adquieren su sentido al integrarse en un sistema cifrado, el de la pintura.
III
Plura Sophis sed dedit SOL, ejus & umbra, Auriferae quoniam perficit artis opus.
(Pero el Sol ha otorgado muchos dones a los Filósofos, y su sombra, porque permite
finalizar la obra de arte de fabricar oro.)
Michael MAIER, Atalanta Fugiens, 1618
Es altamente probable que, incluso, el pintor mismo ignore el alcance exacto de su operación. Al igual que el adepto, en su pertinaz deseo de concluir la Gran Obra, el artista, al transmutar la materia con que se confeccionan el arte y la vida, ignore, decimos, si aquello que se ha encontrado es el final o el principio. O si la transmutación se ha obrado en la materia o en su espíritu. Entonces, los restos ennegrecidos en el fondo del crisol se asemejan necesariamente a unos despojos calcinados, olvidados sobre el campo de batalla.
Y el campo de batalla no deja de ser un paisaje, al que nos asomamos para contemplar el espectáculo de la extensión. Constituye la representación de la naturaleza transformada por la acción del hombre, después de la Caída: una naturaleza bajo el signo de Caín. Si Pablo Sycet dirige su atención hacia el paisaje de fondo de las pinturas clásicas de tema bélico (La rendición de Breda de Velázquez, la Alocución del marqués del Vasto a sus soldados de Tiziano, la Prisión del almirante de Francia en la batalla de San Quintín de Luca Giordano o la terrible Incendio y saqueo de una población de Brueghel “el joven”) lo hace a sabiendas de que “ningún artista es una isla” (Gombrich). No se inventa, se recrea una tradición: ningún artista opera en el vacío, ni siquiera aquel que cree mantenerse fuera de cualquier herencia formal y figurativa; incluso aunque la desconozca.
Al revisar esas pinturas bélicas, Pablo Sycet testimonia, más allá de la referencia descifrable, la relación de la pintura con uno mismo, y manifiesta la existencia de los museos, y el modo de ser y de parentesco que adquieren en ellos los cuadros.
Publicado en el catálogo de la exposición “Después de la batalla”. Galería Sen. Madrid, 1997.
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CUATRO ÁNGELES DESPUÉS
Juan Cobos Wilkins
Éste no es el Ángel de la Muerte, es el Ángel de las Horas después de la Muerte. Él es el Ángel del Vacío. Y con una gillette han depurado las yemas de sus dedos para que al rozar la tierra su tacto se confunda con el tacto del lienzo o el papel o la madera circular (ese monóculo por el que otro -desde Maíno- se asoma). Éste es el Ángel que deja una estela de fuego sobre los rojos mares, abiertos para los pies descalzos de los peregrinos y sellados bajo las gigantescas plataformas petrolíferas. Es el Soplo del Ángel que empuja hasta la orilla la cola calcinada de una sirena-niña. (La que sabía leer en el Libro de Enoc). Y es el Ángel que sobrevuela mientras Brueghel de los Infiernos pinta y se consume, incendia y saquea, pinta y se consuma.
Éste no es el Ángel de la Destrucción, es el Ángel de los Días después de la Destrucción. Es el Ángel Deshabitado. Vivía en la Torre, en el Faro, pero con una pequeña cuchara de postre -si, madame, de plata- vaciaron las cuencas de sus ojos para dejar sin haz de luz al navegante, para que la noche de tinta cayese sobre los océanos y para poder asomarse y mirar por ese doble pozo de los ojos vaciados -como unos terribles prismáticos- al fondo puro de su espíritu, a su vértigo. Es la pupila del Ángel a la que, como a una isla celeste, se aferran los náufragos supervivientes. Y es el Ángel que sobrevuela mientras el marqués del Vasto arenga a sus soldados y el pintor, dorado de monedas y honores, agoniza, víctima de la peste, y en Venecia.
Éste no es el Ángel del Abandono, es el Ángel del Tiempo después del Abandono. Él es el Ángel Abandonado. Manchó con el azul, con el rojo, con lunas, con estrellas de rastro ardiente… Encendió pebeteros y con jirones de banderas rotas (mientras cantaba Patti Smith) hizo señales en el aire, signos en los cielos. Sintió el peso de la noche cósmica sola en su calcinación. Pero nadie acudió a su llamada. Nadie le oyó. La música de las esferas entraba, finalmente, en el silencio y la palabra, igual que la fertilidad, se había retirado. Estaba solo en su último y más hermoso vuelo. Y, mientras en San Quintín caía preso el almirante de Francia, Fa Presto ignoraba que el trazo de la muerte es aun más veloz.
Ni éste es el cuerpo del Ángel ensartado en las lanzas de la rendición ni ese lienzo desollado es su piel, sólo es su niebla virgen, su maná envenenado, acaso la falsa calavera que ocultaba su sexo, pero no más. ¿Él dónde está? Se ignora, turbio, como su mismo nombre que yo ignoro. A veces, sí, sus alas solas barren los restos de la batalla y todavía alcanzan a teñirse, salpicadas. Es entonces cuando el incrédulo lee en el Libro de Enoc. Es entonces cuando el pintor es también Mensajero. Y entre tanta desolación y tantos días por crear aún, más allá del escondido rostro del terror que nos contempla, también, si sabemos mirar, lo veremos: un oscuro felino (y suyo) nos observa desde lo que fue y aún reconocemos, después de la batalla, como cielo. Caído, pero cielo.
Publicado en el catálogo de la exposición “Después de la batalla”. Galería Sen. Madrid, 1997.
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DE UN MUNDO RARO
Juan Angona
Gibraleón-Huelva- abril 1998
Mirar la obra de Pablo Sycet a estas alturas de la vida, desde un provincianismo radical como en el que me encuentro sumido, me produce una primera sensación y es la coherencia estética que ha venido hilvanando las sucesivas etapas que la componen a lo largo ya de más de veinte años. Hay una fuerte voluntad de estilos que, con variaciones poco significativas, la recorre de cabo a rabo. Y hay también, igualmente fuerte y coherente, un oficio artístico que en otros ámbitos más funcionariales y prosaicos llamamos profesionalidad, es decir, vida de artista, en el sentido renacentista que aún lleva adherido el concepto. Como los clásicos artesanos, Pablo Sycet sigue paso a paso todo el proceso de su producción pictórica, desde el insondable lienzo blanco hasta la puesta en escena bajo los focos. Pero, es que, además, este modus vivendi lleva aparejado un contacto muy estrecho con las escuelas de arte moderno, con sus templos y oficiantes, con su permanente feria de vanidades, en cierto modo parecida a la del circo de la Fórmula Uno, y significa ser un poco náufrago o superviviente en el rompeolas de las vanguardias.
Así más de veinte años. Los que llevamos más de veinte años dedicados a otros oficios no tardamos en valorar un trabajo que ha sido proyectado y conducido con rigor, basado en la experimentación y en una meditación honrada y sincera sobre la pintura, afianzando en cada muestra por nuevos hallazgos plásticos enraizados siempre en un cálido, casi siempre nostálgico, sustrato poético. En este mundo mítico, en esa Arcadia que yo, por ser paisano, coetáneo y amigo del pintor, desde lejos, entre las palmas o a través de las hojas del cañaveral, un poco cegado por la luz en la neblina del arroyo, he llegado a entrever, persigue sus iconos Pablo Sycet: una luna de agosto que es allá, en ese espacio presocrático de donde provenimos, la luna de agosto; una corona de acanto que un héroe se dejó con sus prisas; un corazón caído y sangrante, todavía atravesado por la saeta del travieso e irresponsable Cupido; la “Caja del Agua”, abrevadero de seres imaginarios y lugar central de esa orografía sagrada a la que aludo; los dominios del Tigre o aquel ámbito mágico que el Tigre conjugaba con su mera presencia; jardines de límites imprecisos y patios concéntricos en los que la gota de la clepsidra resuena en el silencio hueco como el metrónomo de una memoria de dolor.
La memoria, ese es el confín.
Veinte años descifrando el enigma de la memoria y sus reverberaciones no son nada, como dice el tango. De la memoria, de una memoria pagana en un tiempo irreconocible, pero familiar por la aparición de símbolos culturales que compartimos, se surte la pintura de Sycet para contarnos, de una historia confusa -como esos sueños que no sabemos cómo empezaron o si empezaron por la mitad-, su refrán final, el acróstico que cifra el sentimiento que lo provocó todo y que lo explica todo. El cuadro se convierte así en una última mirada sobre el campo de batalla. La mirada definitiva, la que queremos llevarnos con nosotros.
Los años son sólo números que crecen silenciosamente. Pero esos cuadros que aún no se han pintado ya adornan las paredes de un largo pasillo que conduce a un mundo raro que desapareció abrumado por los sutiles cambios que el pincel va desvelando ahora. Y las figuraciones se suceden trascendiendo el mundo físico y haciendo de una hora la hora, de un día el día y de la vida la vida. La memoria expone todas las obras en un fresco circular que es a la vez una rueda y una esfera que encierra los abalorios que van a tener un significado perentorio. Es como un mecanismo mnemotécnico que evitará que nos convirtamos en esos desgraciados estalinistas que en los campos de Gulag eran invitados a escribir minuciosamente sus autobiografías, dado que sus pedagógicos y bienintencionados verdugos confiaban que ese voluntarioso esfuerzo por recordar les ayudara a comprender, a reconocer qué acto concreto, en qué minuto solemne perpetraron la heterodoxia. Pero el arte no necesita justificaciones, el arte es la coartada.
Todo el pasado que recordamos puede ser imaginario. Tal vez estemos siempre reconstruyendo ese pasado según los imperativos de una constante actualidad; estamos acostumbrados a pensar que pasamos cuando es el tiempo es que pasa ante nosotros, inmóviles, estáticos, perplejos ante las incomprensibles maquinaciones de la naturaleza. Resulta que la vida es un breve encuentro y el conocimiento es imposible, siempre hay un más allá, al final todo son tendencias, aproximaciones, y la memoria es el único consuelo.
A mi amigo el pintor le digo que veinte años no son nada, aunque en este vaivén de parques entre la prisa, entre el barullo de hojas, ora verdes, ora doradas, empiezan a írsenos los amigos, las madres, las ocasiones. Nosotros mismos nos vamos yendo, no sin dulzura, entre esta hermosa catástrofe de crepúsculos y estaciones. Pero queda la pintura que brota de la memoria y, como los sellos de los faraones emergieron de la arena, aquel momento de alboroto o de silencio, aquella playa que estaba extendida hasta más allá del horizonte para ser el escenario de la emoción que sintió, aquella luz y aquella pena, aquella ternura que casi le ahogó, aquel certero dolor aparecen como fantasmas de un mundo raro: un minotauro, unas maletas rojas en el andén, un vellocino de oro sobre la arena ardiente, unos cálices desparramados tras una bacanal o, quizá, tras un secreto culto nocturno, una antorcha olímpica, son los signos que derrotan al tiempo.
Dice el proverbio egipcio: “el hombre teme al tiempo, pero el tiempo teme a las pirámides”.
Publicado en el catálogo de la exposición “De un mundo raro”. Galería Fernando Serrano. Moguer, 1998.
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PABLO SYCET, PINTURA DE TIEMPOS Y EVOCACIÓN
José Ramón Danvila
Qué duda cabe que una parte del arte de hoy se surte de tiempos pretéritos para encontrar claves de verdadera actualidad. En el caso de las recientes obras de Pablo Sycet (Gibraleón, Huelva 1953) esa posibilidad surge a través de la contemplación de algunas pinturas clásicas. De ellas ha tomado ciertos motivos y, sobre todo, la posibilidad de recapitular sobre unas constantes para recomponer un discurso básicamente poético de lo que antes era puro drama. Sus cuadros de ahora están integrados en un proyecto denominado “Después de la batalla” y se inspiran en las impresiones que ciertas obras clásicas le motivan, aunque no se trata de plasmar sujetos sino de aprovecharlos para referir las emociones que siempre acuden a sus cuadros desde el conocimiento de la realidad del hombre, de su lucha interior que en el caso presente encuentra en el campo de batalla la mejor metáfora.
Paisajes de fondo de pinturas como “La rendición de Breda” de Velázquez, “Incendio y saqueo de una población” de Brueghel el Joven, “Prisión del Almirante de Francia en San Quintín” de Lucas Jordán o la “Alocución del Marqués del Vasto a sus tropas” de Tiziano fueron el punto de partida de un proceso emocional que dio como resultado una serie de obras bastante contradictorias, y lo digo en sentido positivo, por integrar en el mismo lugar la tragedia más intensa y una poética inusitada.
Son cuadros que retratan la modificación, y lo hacen en secuencias, combinando la realidad con la ficción, algo que siempre ha hecho Sycet para defender un proyecto que antepone la pulsión del deseo a la necesidad de la crónica. Son las modificaciones de las actitudes, que es tanto como decir los cambios del talante merced a la fuerza de los acontecimientos, y son las modificaciones de su escena, fiel compañera de todos los viajes del hombre por la vida, tan inseguro de ese paisaje que necesita aferrarse al entorno para no perderse en el vacío.
Los paisajes de Pablo Sycet están repletos de claves: los restos aún humeantes de la batalla, armas y banderas, atalayas y calaveras, rojos y azules que compaginan el color de la sangre con el río de la muerte, astros y cielos de un desnudado y al mismo tiempo rotundo romanticismo, rayos de luz y espirales de silencio… Sobre esas claves están las simbologías. Porque son cuadros en los que las alegorías descubren un juego inteligente y poéticamente artificial, un juego que descubre ciertos gestos, pero permite la ocultación de los más importantes, para que la tensión y la ambigüedad no se mutilen. Sycet nos está proponiendo una relación del espacio y del tiempo sin apenas referentes, sin mencionar horas ni lugares, ciñéndose a una acción inconcreta, como inconcretos son los deseos o los temores, por mucho que se imaginen reales y definidos.
Publicado en el catálogo de la exposición “De un mundo raro”. Galería Fernando Serrano. Moguer, 1998.
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DE TODO LO VISIBLE E INVISIBLE
Ana Rossetti
Madrid, abril de 1998
De dónde se desgajan las criaturas que invaden los sueños. Cómo, cuándo se gestaron, de dónde proceden. De qué deshechos de memoria o quizás, de qué olvidos, se nutren las placentas. Qué sobresalto de la percepción las fija allí, qué incidencia fecunda las larvas. Permanecen largo tiempo creciendo silenciosas mientras afuera todo está dispuesto: Ráfagas de una extraña realidad aguardan envueltas en un halo gaseoso. Árboles que se inclinan blandamente como llamas, cavernas que se ondulan, mundos flotantes como semillas viajeras, apariencias evanescentes y densas atmósferas, son la geografía prevenida para que sus pobladores la invadan.
Y cuando llega el momento que sólo ellos saben, emergen silenciosos, íntimos, desconocidos, únicos pero marcados con señales antiguas, transfigurados y nuevos. La contradicción y el contraste los conecta y los divide y en esa tensión entre contrarios reside su razón y fuerza.
En todo arte representativo es imprescindible la identificación con el objeto. Pero sin convertirse en su albacea. No basta con atrapar lo externo y reflejarlo, sino que hay que asimilarlo para luego dejarlo fluir y dejarnos sorprender. La observación deja de ser mera retentiva para transformarse en contemplación y conocimiento. El instante se convierte así en simultaneidad y secuencia a la vez, en armónico y rítmico, en reposo y vibración.
El acto creativo es la manifestación de todas esas criaturas interiores y ajenas. Criaturas que han ido germinando fuera de la conciencia pero que pertenecen a la realidad de su ámbito invisible y perenne. Los verdaderos paisajes se conforman dentro. El verdadero conocimiento procede de las visiones. Lo verdaderamente sensorial subyace en el sentido oculto de lo percibido. La verdadera subversión no está en la deserción sino en la profundización del misterio. La naturaleza del ser humano consiste en su capacidad de introducirse en sí con la reflexión, trascender más allá de sí con la creación, e indagar a través y a pesar de sí con la imaginación. No lo podemos remediar.
La inmersión en el raro mundo que nos habita es imparable y fascinadora. Es una exploración inagotable, a veces gozosa, a menudo terrible y asombrosa siempre. Y alumbrar sus criaturas es encontrar semejanza con todos los seres que nos habitan y somos.
Publicado en el catálogo de la exposición “De un mundo raro”. Galería Fernando Serrano. Moguer, 1998
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HUBO UN TIEMPO LEJANO
Víctor Márquez Reviriego
Madrid, abril de 1998
Sólo yo conozco esta teoría? En el número primero de Caja del Agua, trimestral andaluz de arte y literatura, las ilustraciones de su acuático argumento las hizo Pablo Sycet, que ahora expone en Moguer. Miro en un mapa que no necesito mirar, para ver cómo se va por agua en una caja de Gibraleón a Moguer, y se podría ir. Hubo un tiempo lejano en que Gibraleón tenía un puerto llamado Tarracona, exento de anclajes y gravámenes por la parte del señor duque que más abajo mandaba. Y de ahí salían naos y carabelas y fustas y barcas que hasta Moguer llegaban… Las mareas de la vida trajeron a mi casa a un Pablo Sycet que todavía no lo era del todo, porque sólo yo conozco esta teoría, relacionada con músicas y letras, y luego le he visto de pintor ya hecho y en portadas y libros y periódicos, apertura de los cantos de Martirio, dormido paisaje en las crónicas de Angona, como el Odiel cuando pasa así bajo el antiguo puente que fuera de hierro con palos ruidosos, que una vez me dijeron que casi lo salta de lleno que venía… Con motivo Amador de los Ríos lo vio en el siglo XIX como imponente (cuando hoy sólo son imponentes los clientes de las cajas de ahorro, que no de las cajas de agua). Pero aquel de los Ríos decimonónico era deudor del apellido, y yo puesto a buscarlo también por nuestra Huelva he reunido ya doce (y espero encontrar más) y que serían: Guadiana, Piedras, Odiel, Tinto, Carrara, Oraque, Guadalquivir, Chanza, Agrio, Bota, Corumbel, Malagón… Más este de Sycet, y sólo yo conozco esta teoría, que aparece un día junto a los versos de Juan Cobos o en las portadas de Angona y de Martirio o en el olor a jabón y aceite de Gibraleón viejo, cuando yo era joven…
Publicado en el catálogo de la exposición “De un mundo raro”. Galería Fernando Serrano. Moguer, 1998.
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OLONTIA: EL LUGAR DE LA PINTURA Y LA PINTURA DEL LUGAR
Quico Rivas
Peña del Oso, Madrid. Diciembre, 2001
La línea plana de la meseta occidental de Alburquerque influyó en mi
trabajo. Temporalmente, quizás siempre he sido un pintor de paisajes,
pero he luchado contra ello. En Alburquerque me relajé y empecé a
pensar en las formas naturales relacionándolas con mis propios sentimientos.
Richard Diebenkorn
Las obras reunidas en esta Memoria del Olvido, de Pablo Sycet, título paradójico y cernudiano, tratan de Olontia. Nada se sabía hasta ahora de este lugar que, el propio Pablo, ha debido ir descubriendo lentamente a lo largo de los años, según podemos deducir hoy recordando otras exposiciones suyas anteriores, especialmente Los papeles de Olont (1982) y Geografía (1983). Sospecho que Pablo ha explorado los confines de Olontia con la mentalidad del explorador que se aventura en terra incognita, ha recurrido a la pintura como una suerte de cartografía, como el recurso más expeditivo para apropiarse de un lugar o territorio.
Un lugar suele ser una razón geográfica, pero también puede ser una razón del alma. ¿Es Olontia un país real o un reino imaginario? ¿Un jardín de ensueño o una isla perdida? ¿Una civilización remota o una región legendaria? ¿Es Olontia de naturaleza física, onírica o élfica?
El título general de la exposición, los títulos específicos de muchos de estos lienzos y cartones, casi todo lo que sabemos sobre este pintor andaluz que en sus ratos libres escribe canciones de amor y que, como su admirado Diebenkorn, es por temperamento un pintor de paisajes que lucha contra ello; todo esto, digo, nos confirma la naturaleza poética de Olontia. Pero la naturaleza poética de un lugar no excluye su realidad geográfica, ambas pueden estar imbricadas. En Olontia, por ejemplo, las letras, como los cipreses, brotan de la tierra o en ella se hunden para siempre, y las letras doradas que forman la palabra o-l-v-i-d-o se cobijan a la sombra del árbol del olvido. Y no sólo las letras, también los elementos, las imágenes, los accidentes que componen estos paisajes, más que productos de la observación, se dirían hojas de la lectura, metáforas pintadas.
El fantasma de Cernuda aletea por estas planicies cárdenas, sobre estos campos abrasivos, bajo estos cielos intensos y cálidos que nos hacen sospechar que en Olontia el tiempo se detuvo para siempre en la hora del crepúsculo, y todo en ella transcurre y vive en esa hora roja propicia a los arrebatos de amor, a las pasiones inflamadas. Pero también percibimos rescoldos del paisaje de la infancia del pintor, aquellos crepúsculos de Gibraleón, su pueblo natal, medio hundido sobre un lecho de arenas rojas al borde del Atlántico.
Cernuda escribió la gavilla de poemas que componen Donde habite el olvido entre 1932 y 1933, no para recordar un amor contrariado, sino para poner fin al tormento que supone el recuerdo de ese amor, para celebrar el olvido, ese lenitivo. ¿Qué queda -se pregunta el poeta en las palabras liminares- de las alegrías y penas del amor cuando éste desaparece? Nada, o peor que nada; queda el recuerdo de un olvido.
En Olontia, cabe deducir, habita el olvido. Es un lugar, pues, donde no existe el deseo y donde el terrible ángel del amor ya no nos atormenta, donde penas y dichas no son más que nombres, / cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo, un lugar donde la libertad se cubre de nieblas y ausencias.
Y donde habita el olvido, reina la ausencia. Tu leve ausencia, eco sin nota, tiempo sin historia. Y por entre los accidentes de esa orografía, como dispersos al azar, los vestigios de aquellos amores que pudieron ser y ya no son sino memoria de una piedra sepultada entre ortigas: una carta que ya nadie volverá a leer, un puñal que el tiempo no tardará en oxidar, unas almenas tras las que ya nadie nos espera, chimeneas, pirámides y zigurats deshabitados, banderines sin causa mecidos por el viento, hachones y antorchas humeantes todavía, aunque pronto se extinguirán para siempre, conjuros sordos, brasas al fin, cenizas.
Pero no se confundan. En las cenizas del recuerdo germinan los brotes del futuro. Sólo cuando el pasado ya no duele ni atenaza, es posible enamorarse de nuevo, volver a equivocarse una y mil veces más. Por eso Olontia no es un lugar triste, ni frío, ni apagado. Muy al contrario. Posee el embrujo de las tierras vírgenes, el color de la pasión, el sabor de la aventura: edificado sobre las cenizas del pasado, la gran historia de Olontia aún está por hacer y por escribir.
A la frecuentación de otros pintores, Pablo Sycet siempre ha preferido la de poetas y músicos. Yo, por ejemplo, no le conocí en una galería de arte, coincidimos a finales de los setenta en una conferencia de Félix Guattari, en el aula magna de una facultad universitaria. Entonces, recuerdo, entre los enterados se discutía mucho sobre la pintura como dispositivo libidinal y maquinaria del deseo. Refritos antiedípicos al margen, sigo convencido de que hay pintores para los que el componente libidinal es muy importante, y Pablo Sycet es uno de ellos. En su caso, me interesa mucho esa combinación única de pudor e impudicia, ese candor tan sincero como retorcido. Es capaz de pintar su corazón palpitando sobre una bandeja e incapaz de quedarse a esperar el resultado. Como a él, también a sus cuadros se le suben los colores a la cara. A veces roza la cursilería, y lo sabe. Pero hay que atreverse, como Bambino, a lidiar con ella.
A eso de los 17 años, Pablo Sycet conoció a Jaime Gil de Biedma en Nava de la Asunción, el pueblo segoviano de donde es originaria la familia materna del poeta, donde, siendo niño, pasó los años de la guerra y, ya de mayor, pasaba largas temporadas haciendo la vie de château. Hasta su muerte, en 1990, el poeta maduro ejerció un magisterio espiritual muy provechoso para el pintor adolescente. Como testimonio de aquella amistad, Pablo conserva una correspondencia que algún día debería animarse a publicar. En una carta fechada el 4 de junio de 1974, Gil de Biedma le envió el único poema erótico que he escrito en los últimos años, recogido luego en Últimos poemas. El título es bien explícito: Un cuerpo es el mejor amigo del hombre.
Pablo Sycet confiesa que, desde siempre, ha sentido envidia de la facilidad de los escritores para crear territorios propios, desde Macondo de García Márquez hasta la Región de Juan Benet, desde la Insula Barataria de Sancho Panza hasta el País de las Maravillas de Alicia, desde el paraíso cerrado de Juan Ramón hasta la Tierra de las Ruinas Circulares de Borges. Territorios concebidos a la medida de los deseos de sus creadores, donde las necesidades y los caprichos de éstos tienen rango de ley. Olontia es un lugar que Pablo Sycet ha ido configurando a lo largo de los años como destilación y suma de sucesivas memorias del olvido. Un precipitado de otros muchos lugares y territorios, imaginarios unos, reales otros, de observaciones y de fantasías, de experiencias y de sueños. Y, entre ellos, sin duda, ese país del que Gil de Biegma le hablaba en aquel poema, ese país tranquilo / cuyos contornos son los de tu cuerpo.
Publicado en el catálogo de la exposición “Memoria del olvido”. Galería Sen. Madrid, 2002.
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CONTRA LA NOSTALGIA
Rosa María Plata
Lisboa, otoño de 2002
...porque sé que distancia en amor / es lo mismo que olvido
y yo quiero ser siempre en tu vida / algo que recordar.
De la canción “Para siempre” Pablo Sycet
La tarde que nos conocimos -fría y desapacible como recuerdo pocas de mis meses de residencia en Madrid- Pablo Sycet me confesó que pasaba por una mala racha y tenía el corazón encogido por un imprevisible desengaño sentimental, triste y desarbolado como no recordaba haber estado nunca antes. Y durante las horas que compartimos aquella tarde, nunca le abandonó ese aire ausente y desvalido que tenía cuando entré en el café Iruña y lo vi por primera vez sentado junto a José Ramón Danvila, que fue quien nos convocó a ambos a esa cita otoñal y quien nos presentó, después de habernos hablado a uno de la otra y a la otra del uno en las semanas previas a este nuestro primer encuentro en ese cafetín de los bajos de la casa en que habitó José Ramón hasta el final de sus días.
Después de hablar de lo divino y de lo humano, ya en casa de Danvila y con Pablo con el mismo aire contrariado que antes en el café, bajamos juntos para marcharnos, y ya en la calle, en el momento de despedirnos y yo desearle que se acabara pronto esa mala racha, alegró por un momento su semblante y me aseguró que hasta lo peor de la vida tenía su lado bueno, por que esas semanas de desasosiego personal estaban siendo, pese a todo, muy productivas en lo profesional: “Luego, pasado el tiempo, olvidaré las penas, pero permanecerán los cuadros y las canciones de estos días”, me dijo antes de separarnos, ya con la tarde vencida.
Por eso, cuando vi por primera los cuadros de la serie “Memoria del olvido” -que dan cuerpo a esa exposición- no pude evitar rememorar aquel primer encuentro: Lo apasionado de su gama de colores y de su pincelada, esos títulos tan afectados por los avatares de su deambular sentimental, esos paisajes misteriosos y desiertos en los que siempre queda alguna huella de personajes siempre ausentes y el aire de irremediable melancolía que parece inundarlos mientras cae la noche de forma irreversible sobre sus rojos encendidos, ese extraño equilibrio formal, en fin, construido al parecer sobre los escombros de tantos desajustes emocionales, parecían enlazar directamente con la percepción y el recuerdo de aquel nuestro primer encuentro de la mano de José Ramón Danvila, el amigo común que nos abandonó hace ahora cinco años.
Embarcado en una particular aventura plástica, muy deudora de su acontecer vital, y convertido en un defensor a ultranza de una interpretación lírica del arte, Pablo Sycet parece empeñado en configurar un universo propio tratando de dibujar los límites inasibles de una región donde acontecen siempre todas las cosas, a la manera -en literatura- del Macondo de García Márquez, la Redonda de Javier Marías o la Región de Juan Benet. Y aunque en pintura un empeño así es una empresa muy difícil, casi por definición abocada al fracaso, los últimos años de su producción pictórica insisten en ese empeño, en esa dirección: Si fuera representable, un paisaje interior tendría enormes, insalvables barreras para ser definido como único, y lo que lo haría absolutamente personal sería ajeno al propio mundo de la iconografía, vendría dado por el gesto físico de pura ejecución, por una particular manera de aplicar el color, de acotar espacios cromáticos. Pero poco más, porque los accidentes geográficos, las características propias de este territorio no suponen unas señas de identidad y no dejan de ser elementos que, aunque con sus particularidades, pueden ser representados con la misma intención y resolución formal por otros artistas, en otros momentos. Hay que concluir, por tanto, que esa voluntad inequívoca de definir un paraje para hacerlo propio y único solo puede entenderse porque encubre en realidad una indesmayable vocación de estilo. Y eso parece ser lo primero que se exige a los practicantes de la religión del arte contemporáneo, como auto de fe, incluso en la perversión final de hacer estilo del antiestilo con premeditación y alevosía.
Lejos ya los años de práctica de la abstracción y enfrascado en una fructífera etapa de figuración metafísica, la producción plástica de Pablo Sycet en los últimos tres lustros ha conservado, no obstante, esa impronta personal que le da unidad a su lenguaje por muy dispares que sean en el tiempo -o en la intención- las obras analizadas y comparadas. Tan es así que esa identidad propia de su expresión parece que le viene dada de origen, como algo natural, y que no es producto de un empeño perseverante en pos de un estilo cultivado obra tras obra, año tras año, que lo defina y lo haga reconocible a ojos incluso profanos. Y para eso es preciso hablar de un halo que recorre a modo de espinazo toda su producción de punta a cabo, que oculta pero deja entrever las claves de su identidad formal. “Sobre esas claves -escribía Danvila en el 97- están las simbologías. Porque son cuadros en los que las alegorías descubren un juego inteligente y poéticamente artificial, un juego que descubre ciertos gestos pero permite la ocultación de los más importantes, para que la tensión y la ambigüedad no se mutilen. Sycet nos está proponiendo una relación del espacio y del tiempo sin apenas referentes, sin mencionar horas ni lugares, ciñéndose a una acción inconcreta, como inconcretos son los deseos o los temores, por mucho que se imaginen reales y definidos”.
Efectivamente, esos paisajes son como una secreción del espíritu, como una ensoñación de los deseos o sus temores y, por tanto, difícilmente terrenales. Y en ellos la presencia humana siempre está sugerida pero pocas veces constatada: Allí estuvo el hombre y dejó su huella, allí se libraron las más terribles batallas cuerpo a cuerpo y la muerte, también allí, ocupó a veces el lugar que el pintor reservó para el deseo. Pero aunque nunca están presentes los protagonistas de esas acciones, que nadie puede negar, nadie puede negarles tampoco su protagonismo en esas pinturas: Son cuadros sembrados de objetos -pirámides, antorchas humeantes, tipografías a la intemperie...- que denotan la presencia humana pero no la muestran, solamente la sugieren, como estableciendo una afirmación del yo -el propio artista como amante, guerrero, mensajero o mismamente pintor- que lleva implícita su propia negación, desaparecido de la escena que contemplamos pero siempre presente de algún modo en las señales que deja a la vista, para que nadie ponga en duda su naturaleza u olvide su permanente presencia.
Como en una permanente elipsis, esa ausencia de personajes y lo atemporal de los objetos que pueblan estos cuadros les dan, sin embargo, un aire secretamente contemporáneo, los acercan a nuestros días y los hacen partícipes de nuestras preocupaciones íntimas. Y como en una constante huida hacia delante, el artista -desdoblado en los otros tantos personajes sugeridos antes- siempre deja rastros de su presencia pero escapa, hace mutis por el foro del teatro de todas las batallas imaginadas, pero estos rastros se convierten en esas claves de las que hablaba en el 97 -y antes también- José Ramón Danvila, claves siempre referidas a un único paisaje que, aunque imaginario, tiene nombre y referentes claros: Olontia. Y sobre él y el trabajo del pintor apunta Quico Rivas en su texto del catálogo de “Memoria del olvido” (Galería Sen, enero de 2002): “Sospecho que Pablo ha explorado los confines de Olontia con la mentalidad del explorador que se aventura a la tierra incógnita, ha recurrido a la pintura como una suerte de cartografía, como el recurso más expeditivo para apropiarse de un lugar o territorio. Un lugar suele ser una razón geográfica, pero también puede ser una razón del alma. ¿Es Olontia un país real o un reino imaginario? ¿Un jardín de ensueño o una isla perdida? ¿Una civilización remota o una región legendaria? ¿Es Olontia de naturaleza física, onírica o élfica?”
Y habremos de concluir que la naturaleza de Olontia es todas -física, onírica y élfica- o no es ninguna, exclusivamente al menos: No se puede negar que remite al paisaje de su infancia -Olont es la denominación árabe de Gibraleón, su lugar de nacimiento- pero tampoco puede afirmarse que sus cuadros remitan directamente a parajes del pueblo o sus alrededores, salvo quizás una omnipresente torre -¿de Babel a veces?- que bastante tiene que ver con la que aún se conserva entrando al pueblo desde Huelva, a la izquierda, y que era la chimenea del negocio familiar tres décadas atrás. Por tanto, salvando ese referente, Olontia es producto tanto de la añoranza como de la imaginación, de una memoria selectiva y de una voluntad de reinventar el mundo: Allí están los paisajes de los juegos y los sueños infantiles, pero mitificados, sacralizados como memoria y rescatados para siempre del olvido, perpetuados por la alquimia del lenguaje -plástico y verbal- para nuestros sentidos: Como él nos dice, olvidando que olvida.
Pero, aunque lo parezca, no hay posibilidad de equívoco en ese galimatías tan hipnótico que da título a uno de sus cuadros -con las letras de la palabra olvido sobre el horizonte o hundiéndose en las aguas, en portada- y a esta exposición. Y es por tanto, el suyo, un trabajo a favor del futuro de la pintura y de la pintura como futuro. Y, decididamente y aunque no lo parezca a primera vista, contra la nostalgia.
Publicado en el catálogo de la exposición “Olvidando que olvido”.
Museo Cruz Herrera. La Línea de la Concepción, Cádiz, 2003.
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PABLO SYCET O LA PINTURA TRANSITIVA (1986 - 2001)
Francisco Rivas
L´Escala, marzo de 2005
El arte es el goce -la sensualidad por excelencia-, y como tal, el mayor martirio.
Juan Ramón Jimenez: “Aforismos 1914-1918”
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos,
aunque a veces nos guste una canción.
Jaime Gil de Biedma
Pablo Sycet vino al mundo cuando ya nadie le esperaba y lo hizo en Gibraleón, un pueblo onubense a orillas del río Odiel, en el confín atlántico de Andalucía, esa última Europa a la que el pintor nunca ha dejado de asomarse en su obra.
“Aquella es -nos cuenta- una comarca agrícola con algo de ganadería, pero inhóspita y sin una gran tradición cultural. En los años cincuenta y sesenta, cuando yo gastaba pantalón corto, la feria de ganado de Gibraleón tenía cierta importancia, y venían de todos los pueblos de alrededor; hasta los leperos venían a la recogida de higos. Aún no habían descubierto la mina de oro que son las fresas en los campos de arena.”
A los nueve años a Pablo lo internaron en el colegio de los jesuítas de Sevilla y uno de aquellos veranos, al regresar de vacaciones al pueblo, se enteró de que su familia se había arruinado. Una de esas ruinas inevitables causadas no tanto por la mala cabeza del padre de familia como por el avance inexorable del progreso. Pablo recuerda aquel varapalo del destino como un hecho doloroso y traumático.
“Tuvimos que abandonar la casa familiar, un caserón que yo recuerdo enorme, donde nací y me crié, y donde me fuí abriendo al mundo. En la trasera de aquella casa, en los corrales y en las caballerizas, era donde de pequeño jugaba con mis amigos de la calle. Y un año, al volver de vacaciones, me encuentro con que mi casa ya no es mi casa y que mi familia ha tenido que mudarse a una de las casitas que mi padre había construído en los buenos tiempos para alojar al capataz, al químico, al personal de su empresa de aceites y jabones. Mi paraíso cerrado de Gibraleón se había convertido de repente en un lugar mucho más pequeño e incómodo, y todo eso me sucede a una edad en la que yo estaba en pleno proceso de adaptación al mundo, cuando las bofetadas duelen el doble. No guardo un buen recuerdo de aquella época. Se juntó todo: el cambio físico, la situación de extrañamiento que suponía pasar buena parte del año en el internado, y el hecho de que, al cambiar de casa y de calle, también perdí a buena parte de mis amigos...”
La ruina familiar también se llevó por delante una finca que poseían cerca de San Bartolomé de la Torre, camino de Alosno y que el pintor recuerda como su segundo paraiso.
“Se llamaba <la Becerrita> y yo mantenía una relación muy especial con aquel lugar. Todos los domingos mi padre me llevaba de acompañante durante la visita de rigor que hacía a los guardeses, y de aquellas visitas guardo en la memoria una imagen imborrable: las dos hileras de, eucaliptos, que según nos ibamos acercando bordeaban la carretera hasta donde se podía ver en el horizonte... Para mí era como una especie de fortaleza con un ejército perfectamente alineado siempre en guardia... una bonita metafora que también hizo aguas junto a la economía familiar... Todo aquello, de algún modo, me cambió el caracter, y me decantó hacia lo imprevisto. No se si me convertí en un chico más triste o más alegre, pero si que me volví más introspectivo y que me refugié en la lectura...”
La biografía no explica la pintura, pero en los entresijos de la vida de un artista siempre encontraremos pistas y claves que nos ayudan a orientarnos por las entretelas de su obra. Cuántas veces los logros de hoy hunden sus raices en las viejas heridas de antaño. Cuántas veces esas cicatrices invisibles del alma son como los ideogramas que han inspirado las obras actuales.. Yo sospecho que Pablo Sycet ha dedicado sus mayores esfuerzos a recuperarse de aquella pérdida, y que el motor de su pintura hay que buscarlo en la imperiosa necesidad interior de superar aquel estado de ruina, en el reto de reconstruir su mundo originario, o cuanto menos un territorio propio con el que sustituir el paraíso perdido que, a fin de cuentas, no era sino la parte que le correspondía de esa arcadia original de la que todos hemos sido expulsados.
La vocación pictórica de Pablo Sycet fue relativamente tardía. Terminó el bachillerato en Campillos, cerca de Antequera, en un colegio laico famoso por ser uno de los más brutales del pais, y luego se matriculó en la facultad de Filosofá y Letras de la Universidad de Sevilla. A esas alturas ya tenía claro que quería irse a Madrid, y la mejor excusa que se le ocurrió para conseguir su propósito fue matricularse en la recién creada facultad de Ciencias de la Información. Había conocido la capital, e hizo de camino su primera visita al museo del Prado, de la mano de su cuñada, Aurora Moreno, una figura imprescindible durante la educación sentimental de este joven diletante de provincias que, en un principio, parecía más interesado por las letras, la música, incluso la escenografía, que por la pintura.
“Mi cuñada Aurora ha sido la mujer más importante de mi vida. Murió en 1984 y poco después le dediqué una exposición, “Última Europa”, que era una reflexión plástica sobre las pérdidas y lo huidizo del presente. Cuando yo era un adolescente, ella era la única mujer que verdaderamente me entendía, que se esforzaba por comprenderme, por hacerme partícipe de sus inquietudes, por orientar mis lecturas... Ella era maestra, originaria de un pueblo de Segovia, La Nava de la Asunción, el mismo donde estaba la casa familiar de los Gil de Biedma; de ahí mi relación con Jaime años después. En aquella época los maestros tenían que acumular puntos mientras eran jóvenes, y a Aurora la destinaron a batirse el cobre en Huelva. Estuvo primero en Cartaya y en otro pueblo de la sierra, La Corte de la Concepción, hasta que, por fin, llegó a Gibraleón.”
Durante el servicio militar Pablo encontró consuelo en la poesía. Aún recuerda con cariño a otro quinto de su compañía, Miguel Vázquez, desterrado a Huelva por sus antecedentes políticos, y como él ávido lector de versos. Hicieron buenas migas y compartieron libros y lecturas, tanto de la generación del 27 como de poetas más cercanos en el tiempo. De entonces recuerda una experiencia que le dejó una huella indeleble:
“En cierta ocasión nos dieron a elegir entre ir a unas maniobras militares o hacer unos ejercicios espiriruales en un lugar de Extremadura, no recuerdo bien si en Trujillo o en Guadalupe. Para mí no había duda: escogí los ejercicios espirituales. Un día leí, creo que en una antología de poesía española contemporánea, un poema de Gabriel Ferrater titulado <Idolos>, un poema maravilloso cuyo meollo viene a decirnos que nosotros somos ahora los ídolos de los jovenes que fuimos con anterioridad. Hay en ese poema una referencia a un paisaje y un verso que decía algo así: “entonces, cuando yacíamos frente al desmonte de olivos...” Recuerdo que lo estaba leyéndo asomado a la ventana de mi habitación, y el paisaje que veía desde ella era, de alguna manera, el mismo que se describía en el poema. Sentí como un deslumbramiento interior, un sentimiento muy plástico de trangresión, como de formar parte del poema... algo que, a ciertas edades y cuando te ves inmerso en algo tan desagradable para mí como fue la mili, te ayuda a descubrir y a hacer propio un mundo con menos aristas, más amable..”
Pablo aún no era consciente de ello, pero la experiencia panteista que nos describe, esa sensación de expansión y desbordamiento del yo hasta disolverse en el cosmos que alguien bautizó como <sentimiento oceánico>, es un fenómeno que comparten tanto la experiencia religiosa como la experiencia artística. La identificación entre poesía y naturaleza, entre la imagen poética y la imagen paisajística siempre ha sido uno los sustratos más fecundos de su pintura. Una pintura que desde el principio ha reivindicado su condición lírica, y ese lirismo, logicamente, nunca ha sido ajeno a sus lecturas poéticas ni a su propia experiencia como escritor de canciones. En la obra de Pablo Sycet con frecuencia nos topamos con canciones y cuadros que llevan el mismo título y que son, cabe suponer, frutos paralelos de un mismo impulso o arrebato creativo. El propio título de esta exposición antológica, “Entre dos mundos”, procede de una canción que escribió para Fangoria con Olvido y Nacho y con él hemos querido subrayar, entre otras cosas, esta doble militancia en el partido de la música y en el partido de la pintura, actuando la poesía de sustrato común o engarce entre ambos partidos.
Los accidentes, también, hay que saber aprovecharlos. La pintura es, por antonomasia, el territorio de los accidentes felices. Una casualidad feliz, bien aprovechada en su día, sería un factor importante en la formación de Pablo Sycet. Hablo del precoz magisterio que ejerció sobre èl Jaime Gil de Biedma, uno de los poetas españoles esenciales de la segunda mitad del siglo XX, y uno de los mejores amigos del ya mencionado Gabriel Ferrater. La casa solariega de los Gil de Biedma estaba en La Nava de la Asunción, el pueblo segoviano del que era natural su cuñada, la maestra Aurora Moreno. A la familia Gil la llamaban en el pueblo los Becerriles, y en aquella casa, donde se construyó la primera pista de tenis de la provincia y un jardín con pérgolas y una glorieta llamada de los poetas, pasó el niño Jaime los años de la guerra, los largos veranos de la infancia y la juventud, y en el panteón familiar del cementerio local reposan sus restos. A esa casa solariega regresó innumerables veces a lo largo de su vida el poeta Gil de Biedma en busca de soledad para su escritura y de reposo para su quebrantada salud. Y a su puerta llamó una tarde un jovencísimo y tímido Pablo Sycet con apenas 18 años, ignorando sin duda la fama de intransigencia hacia los jovenes aspirantes a artista que aureolaba al poeta, hasta el punto, se decía en Barcelona, que muchos de ellos salían llorando después de hacerle la visita de rigor.
“Ese año me enteré de que Gil de Biedma estaba pasando las navidades en el pueblo. Me armé de valor y fui a su casa. Llamé y él mismo me abrió. Nunca olvidaré que esa noche pasaban por la televisión “El último cuplé” y el estaba en el salón de su casa, todo muy noble y estupendo, sentado frente a la chimenea encendida, viendo la película junto al actor Josep Madern, que fue su amante y, muy posteriormente, su albacea. Me recibió muy amable. Supongo que le hizo gracia ver a un chico tan jovencito y cargado de inquietudes que venía a rendirle pleitesía al maestro. Lo cierto es que entre ambos se surgió una buena sintonía, y a partir de entonces, como yo estaba ya estudiando periodismo en Madrid, cuando él visitaba la capital, normalmente por razones literarias o laborales, le gustaba llamarme, comíamos y paseabamos juntos. Era un gusto oirle disertar sobre lo divino y lo humano. Para mi fue un magisterio impagable. Jaime poseía una inteligencia preclara, un gusto muy refinado y unos criterios literarios muy claros y personales. Yo sentía adoración por su figura y él siempre se mostró muy generoso con alguien como yo, que lo único que hacía era robarle tiempo, algo de lo que no debía estar muy sobrado. Me recomendaba lecturas, poetas que nunca hubiera leido de no ser por consejo suyo, y de vez en cuando nos carteabamos...”
Llegado a este punto, el relato de Pablo Sycet se torna melancólico, “un tanto gloomy”, expresión muy del gusto de Gil de Biedma para referirse ironicamente a esas grietas a la que a veces, y no siempre por gusto, nos arroja la vida. Fisuras inscritas entre dos palabras, entre dos estados de ánimo, entre dos amores, entre... dos entres. Si existiera un lugar llamado entre, ese sería el lugar de Pablo Sycet, el lugar de su pintura.
En una entrevista con Jose María Rueda publicada en 1982 en la revista “Caja del Agua”, Julio Juste -Jota/Jota en el mundo-, socio y cómplice de Pablo Sycet en infinitas empresas y aventuras, decía: “Mi pintura trata de <lugares> que no son localizables, no se corresponden con la realidad sino con determinadas sugerencias o impresiones fugaces. En mi proyecto figurativo y cromático la pintura sería como el paradigma abstracto de la naturaleza.” Les presentó Frasco Morales, que fue condiscípulo de Pablo en Campillos, en la recíen inaugurada galería Laguada: “Aquí Julio. Aquí Pablo. Ahora, ya podeis pelearos”. Por culpa de Frasco, que nos dejó no ha mucho, Pablo Sycet se convertió algo así como en el embajador en Madrid de la nueva generación de arrtistas granadinos y el tandem Juste/Sycet sería uno de los más emprendedores y prolíficos de la década del ochenta. Galería Palace, Gabinete Ciudad y Diseño, <Caja del Agua>, <Con Dados de Niebla>... títulos, juegos de palabras, ediciones, imágenes y metáforas que, paralelamente a la pintura, encontraría aplicaciones muy diversas en el diseño gráfico, la edición, la organización de exposiciones, la promoción artística, etc. Una labor que se demostró decisiva para situar a Granada en el concierto de la modernidad.
Esa poética del lugar que todo el grupo compartía respondía a unos presupuestos estéticos formalistas, era programáticamente postmoderna, y se sentía heredera de la vertiente más lírica de la generación informalista española de los cincuenta, la llamada Escuela de Cuenca -Zobel, Rueda, Torner-, cuya influencia se había perpetuado a través de Rafols, el primer Gerardo Delgado o Jordi Teixidor. Sus herederos granadinos, entre comillas, practicaban una pintura a caballo entre la abstracción y la figura que hacia suya la lección de un cierto expresionismo abstracto americano cuya épica, además, les llega directamente a través del magisterio de José Guerrero, ese granadino inquieto que hizo las Américas en los cincuenta y al que, justo a principios de los ochenta, empezamos a recuperar. Una recuperación en la que este grupo jugó un papel importante, sobre todo en lo que a su ciudad natal se refiere. El diálogo con Guerrero, que siempre mostró hacia ellos una enorme generosidad, sería de lo más fructifero.
Una carpeta de serigrafía realizada a tres manos -Julio Juste, Alfonso Medina y Pablo Sycet- a partir de un poema de Gil de Biedma -”Postrimería”-, de alguna manera les sirvió de tarjeta de presentación en Madrid a este nucleo de pintores andaluces que sin pretensiones de grupo o escuela si compartían una estética común muy en sintonía con las consignas de vuelta a la pintura que circulaban por la capital del reino a principios de los ochenta.
Es en este contexto cuando, en los primeros ochenta, el nombre de Olont empezó a jugar un papel importante en la iconografía particular de Pablo Sycet. “Un sueño de Olont”, “Los papeles de Olont”, son los títulos de dos exposiciones de entonces. Un lugar suele ser una razón geográfica, pero también puede ser una razón del alma, escribí yo mismo al presentar una de las últimas exposiciones madrileñas de Pablo. Y a continuación me preguntaba: ¿Es Olontia un país real o un reino imaginario? ¿Un jardín de ensueño o una isla perdida? ¿Una civilización remota o una región legendaria? ¿Es Olontia de naturaleza física, onírica o élfica?
Olont es era el nombre árabe de Gibraleón, un nombre que el pintor hace suyo no tanto por sus connotaciones históricas como para designar aquel territorio mítico de su infancia, aquel paraíso perdido que, al correr de los años, se va transformando en Olontia, un territorio fantástico, ignoto, que volver aconquistar. La pintura irá levantando acta de esta empresa creativa que empezó como reconquista y devino en pura invención.
El fantasma de Cernuda aletea por estas planicies cárdenas, sobre estos campos abrasivos, bajo estos cielos intensos y cálidos que nos hacen sospechar que en Olontia el tiempo se detuvo para siempre en la hora del crepúsculo, y todo en ella transcurre y vive en esa hora roja propicia a los arrebatos de amor, a las pasiones inflamadas. Pero también percibimos rescoldos del paisaje de la infancia del pintor, de aquellos crepúsculos de Gibraleón, su pueblo natal, medio hundido sobre un lecho de arenas rojas al borde del Atlántico.
Cernuda escribió la gavilla de poemas que componen “Donde habite el olvido” entre 1932 y 1933, no para recordar un amor contrariado sino para poner fin al tormento que supone el recuerdo de ese amor, para celebrar el olvido, ese lenitivo. “¿Qué queda -se pregunta el poeta en las palabras liminares- de las alegrías y penas del amor cuando éste desaparece?. Nada, o peor que nada; queda el recuerdo de un olvido”.
En Olontia, cabe deducir, habita el olvido. Es un lugar, pués, donde no existe el deseo y donde el terrible ángel del amor ya no nos atormenta, “donde penas y dichas no son más que nombres, / cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo”, un lugar donde la libertad se cubre de nieblas y ausencias.
Y donde habita el olvido, reina la ausencia. “Tu leve ausencia, eco sin nota, tiempo sin historia”. Y por entre los accidentes de esa orografia, como dispersos al azar, los vestigios de aquellos amores que pudieron ser y ya no son sino “memoria de una piedra sepultada entre ortigas”: una carta que ya nadie volverá leer, un puñal que el tiempo no tardará en oxidar, unas almenas trás las que ya nadie nos espera, chimeneas, pirámides y zigurats deshabitados, banderines sin causa mecidos por el viento, hachones y antorchas humeantes todavía, aunque pronto se extinguirán para siempre, conjuros sordos, brasas al fin, cenizas.
Pero no se confundan. En las cenizas del recuerdo germinan los brotes del futuro. Sólo cuando el pasado ya no duele ni atenaza, es posible enamorarse de nuevo, volver a equivocarse una y mil veces más. Por eso Olontia no es un lugar triste, ni frío, ni apagado. Muy al contrario. Posee el embrujo de las tierras vírgenes, el color de la pasión, el sabor de la aventura: edificado sobre las cenizas del pasado, la historia de Olontia se está escribiendo de nuevo.
Pablo Sycet pinta como quien escribe y escribe como quien pinta. La suya es una autobiobrafía emocional que aborda siempre que puede en un estado cercano a la catarsis. Una biografía del corazón, pues no se trata tanto de expulsar los demonios como de metabolizar -dandole forma- las emociones, y esas emociones, ¡qué demonios!, han sido vividas al hilo de la biografía, del día a día, de ese poso donde se van sedimentando no ya la historia con mayúsculas, sino las pequeñas grandes historias de ese perpetuo sin vivir en que, a fin de cuentas, consiste la vida.
“Soy muy deudor de mi sensaciones. Mi vida emocional está muy implicada en lo que pinto, muchos títulos de cuadros hablan de ella. Algunas exposiciones fueron concebidas como catarsis emocional, y ese es el terreno donde yo me siento a mis anchas, donde los balbuceos, las dudas, la decisión de romper cosas que no cuajan del todo... todo esto se va decantando un poco a golpe de emociones, sin ninguna premeditación, a corazón abierto. Ésta es una postura a la que se le pueden poner muchos peros, a veces puede parecer demasiado narrativa, otras veces te vincula demasiado a tu propio pálpito cuando los tiros, en la calle, van por otro sitio, la gente se ocupa de problemas que yo ni me he llegado a plantear, entre otras cosas porque nunca he querido mediatizar mis propios impulsos, planteándome cuestiones como qué es lo que procede o no procede en cada momento, qué es lo que se lleva... En este sentido creo que siempre he sido honesto conmigo mismo, siempre me he guiado por mis impulsos interiores y nunca me planteé obtener una rentabilidad inmediata a mi trabajo, ni hacerme rico gracias al mismo. En otro orden de cosas, mi actitud sería opuesta a la de Gordillo: Nunca se me ocurriría psicoanalizarme, porque para mi esa función la cubre, la sublima la pintura”.
Aunque sí para administrar los riesgos, sin rehuirlos. Contra lo que suele moneda común, Pablo Sycet ha ido asumiendo progresivamente mayores riesgos, en un proceso que le ha llevado desde “Epica de cámara” en 1993, hasta “Después de la batalla”, en 1997, -su primera exposición con banda sonora, compuesta por Nacho Canut, autor asimismo de parte de la banda sonora de esta antológica- que tengo por una de sus series más logradas. Una exposición crepuscular, intensa, repleta de experimentos formales y soluciones atrevidas: dipticos de diferentes formatos, incorporación de materiales de desecho (las reliquias que quedan sembradas en el campo de batalla cuando el fragor de la lucha cesa y el silencio de los muertos es roto tan sólo por los graznidos espeluznantes de las aves carroñeras). Y esta batalla que no cesa Pablo Sycet la sigue afrontando hoy día con aquel espíritu que su paisano Juan Ramón Jiménez definiera en un aforismo escrito durante la primera guerra mundial: “El arte es el goce -la sensualidad por excelencia-, y como tal, el mayor martirio.”
“A mí -asegura el pintor- es que me sigue dando mucho placer físico todo lo que supone intervenir con las manos o con el pincel, encuentro que se trata de una experiencia tan cercana a lo carnal, a lo sexual como a lo espiritual y a lo religioso. Rodeado de pinturas y en un rincón donde usarlas, me siento como un niño rodeado de juguetes. Tanto en mi estado natural, la angustia, como en el extremo contrario, el puro éxtasis, donde ambos confluyen de manera más natural, como yo me siento más realizado es como pintor. Así que tengo muy claro que ese placer físico es irreemplazable, y como mi trayectoria de pintor nunca ha estado supeditada a estrategias de mercado, y mi trabajo como grafista siempre ha dependido en buena parte de la tecnología, como pintor siempre he preferido seguir utilizando procedimientos tradicionales que son, a fin de cuentas, los que a mí me permiten explayarme sin cortapisas, sin cortarme un pelo. Pintando, hay momentos en que estás muy ceca del orgasmo, y esa sensación de plenitud tan física a la par que espiritual, yo no la encuentro en otros campos, ni como grafista, ni escrbiendo canciones. Entre otras cosas porque la pintura, al menos la mía, tiene un componente muy azaroso, muy accidental, continuamente te encuentras cosas que aparecen como por accidente, sin pensar y que tu debes reconducir. Al escribir la letra de una canción, por ejemplo, uno tiene momentos de satisfacción al encontrar la palabra oportuna, la expresión feliz, pero carece del elemento físico que posee la pintura, no se puede ni comparar a esa sensación de tirarte al vacio sin red que tiene el acto mismo de pintar. Que en los últimos años otras prácticas artísticas hayan aparcado y marginado a la pintura y los pintores nos hayamos convertido poco menos que en unos apestados y en unos demodés, a mí me la trae un poco al fresco. Bueno, lo ves con cierta preocupación porque de pronto es como si te borraran del mapa, pero si tu has estado pintando desde siempre, si has hecho de la pintura una razón de vida, una fuente de disfrute tan íntima y de la que no puedes prescindir, si has perseverado como pintor a pesar de que te hayan dado de lado y te hayan marginado tantas veces, es porque las medallas, la posteridad, la rentabilidad y todo no es mi motivación fundamental, y si se dan no son sino satisfacciones añadidas. Como en el sexo, lo importante es hacerlo y consumarlo, todo lo demás es aleatorio”.
Los cuadros de Pablo Sycet funcionan como ventanas a ese paisaje emocional que es su campo de batalla, y en este sentido asumen con orgullo una de las funciones esenciales de la pintura de todos los tiempos, incluído este tiempo extraño que nos ha tocado en suerte, mal que le pese a determinadas vanguardias, cuya principal obsesión se diría que ha sido tapiarlas, tanto las suyas -son muy libres de hacerlo- como las de los vecinos, empeño en el que por suerte han fracasado una y otra vez gracias a la tozudez de algunos de ellos. Pero no deberíamos caer en ese error tan común de confundir el territorio del creador con el de su creación, el mundo del pintor con el mundo por él pintado. El territorio del pintor vendría a ser el pretil de la ventana, un lugar peligroso, poco o nada confortable y, desde luego no apto para quienes padezcan de vértigo. El poeta onubense Juan Cobos Wilkins, que se ha ocupado con frecuencia de la pintura de Sycet, escribió a este propósito un hermoso texto para presentar la exposición “Por vivir aquí”, que se celebró en Granada en el Palacio de la Madraza en 1988, la primera vez que esta ciudad puso a disposición del pintor un palacio, hace ya 17 años, que se dice pronto: “El territorio del creador -escribía Wilkins- es fronterizo. Dificilmente entre lindes bien marcadas, seguras, nace el misterio. (...) Es fronterizo el territorio del creador y, no obstante, qué demarca quién, quién limita qué. (...) Crear fuera del territorio nato impide que las raices se hundan en el olvido: mitifica ese espacio al hacerlo de nadie más que del expulsado si, al fin, comprende que si es paraíso, lo es por perdido. Ahí, de nuevo, el creador solo. Sin ser de una ni otra zona, sin saber a que parte de la cancela cerrada del Edén pertenece, a qué lado de la espada llameante del ángel se encuentra. Nace así la creación con la seguridad del funambulista y el ansia. (...) A un lado y otro del papel y del agua, de la mano y la tela, del fuego y de la descomposición de la luz, hay -como ante y tras la espada encendida y la verja cerrada- dos terrirtorios bien delimitados, quien fatalmente vende su alma a la creaciónsabe que a ninguno de los dos pertenecerá. Nunca. Y ahí estamos, solos, indocumentados, y en la Frontera.”
A lo largo de los años he viajado con Pablo Sycet en numerosas ocasiones. Casi siempre han sido viajes de Madrid a algún punto de Andalucia o viceversa, y siempre por vía terrestre, en tren o en autobús de línea, su medio favorito de transporte. Viajes incómodos que el común de los mortales procuramos sobrellevar armándonos de paciencia y, a poder ser, durmiendo o embebiendonos en la lectura. No es el caso de Pablo. Se diría que no le importa a donde va ni de donde viene. Lo que le interesa es la aventura y la aventura, para él, está en el viaje, en el trayecto concebido como el lugar de las sorpresas, de los encuentros fugaces, de lo imprevisto. La aventura, ya se sabe, se alimentan de la curiosidad y de la incertidumbre. Pintar, dice Pablo, es como adentrarse en un tunel con una linterna sin tener muy claro a dónde te conduce. Si tuviera claro el resultado final, se ahorraría el viaje. Lo importante, para él, es el tránsito durante el cual “puedes estar con un pie en el cielo y otro en el infierno”. Pablo vendría a ser, pues, un viajero y un pintor transitivo, y su pintura -igualmente transitiva- sería el registro de ese perpetuo desplazamiento por esa region nebulosa situada
entre la memoria y el olvido,
entre el misterio y la revelación,
entre lo que oculta y lo que muestra,
entre lo que dice y lo que calla,
entre lo que vela y lo que perfila,
entre la querencia y el desapego,
entre lo que insinua y lo que subraya,
entre lo próximo y lo distante,
entre lo fugitivo y lo permanente,
entre el amanecer y el crepúsculo,
entre una luz que se apaga y una vela que se enciende,
entre lo que se atrapa y lo que se desvanece,
entre lo visto y lo soñado,
entre la incertidumbre y la certeza,
entre lo que se ama y lo que nos duele,
entre lo cálido y lo frío,
entre lo que muere y lo que renace,
entre las semillas y las cenizas,
entre lo interior y el exterior,
entre lo pasado y lo por venir,
entre el origen y el destino...
...pues entre el aquí y el allí, siempre nos quedará el tránsito, y la obra de quienes, como Pablo Sycet, han hecho de ese tránsito su aposento y su razón de ser, conscientes de que el tránsito no es tán sólo la distancia entre dos puntos, entre dos lugares, sino otro lugar en sí mismo, con sus propios contornos y sus particulares accidentes, el lugar donde reina el deseo y donde muy pocos se atreven a aventurase. Pablo Sycet lo ha venido haciendo durante los últimos cinco lustros, y sin duda lo seguirá haciendo durante al menos otros cinco más, para seguir ofreciéndonos este testimonio lúcido, apasionante y luminoso para disfrute del público en general y, sobre todo, de aquellos que aún creemos en una pintura sin adjetivos, y que todavía nos sentimos fascinados por ese palpito único de la vieja nueva pintura de hoy, de ayer y de siempre.
Publicado en el catálogo de la exposición “Entre dos mundos (1986-2001)”. Palacio de los Condes de Gabia. Centro José Guerrero. Granada, 2005.
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LOS TIEMPOS DE AURORA
Juan Angona
En esta hora que Gibraleón celebra por primera vez a su pintor reuniendo los cuadros que a lo largo de los últimos veinticinco años ha ido dejando en las casas de sus amigos como retazos de una conversación fraterna que no terminará nunca, yo quiero recordar a Aurora, que fue una madre joven, la hermana que siempre esperó y deseó el artista.
A estas alturas de la vida, cuando pronto se cumplirá el cuarto de siglo de su muerte, todavía Aurora está presente en la imaginación de Sycet reinando sobre una edad de oro, como un gozne sobre el que se dobla el tiempo.
La expresión que encabeza este texto, “los tiempos de Aurora”, debería ir entrecomillada, pues es una muletilla, un lugar común en el vocabulario de mi amigo, que sale de su boca lleno de profundas resonancias que casi pueden sentirse, es un paradigma que evoca un mundo ordenado y completo, con sus amaneceres y sus ocasos, sus estancias recorridas por la luz de antaño y sus jardines perdidos, sus ríos y sus marismas, sus otoños diáfanos, sus sauces y sus chopos que el viento arquea, sus constelaciones danzantes y sus veranos de los que fue desterrada para siempre la prisa, su cálido mar y el monótono oleaje y la playa donde el agua se rompe sin descanso y el salitre, sus días futuros, sus pájaros deslumbrantes, sus nubes improvisando quimeras que se desvanecen en un parpadeo, sus misterios, sus parajes ignotos, sus mediodías absortas, sus salones vacíos en cuyas ventanas resbala la lluvia, sus escuelas llenas de niños y niñas que aprenden y juegan, sus pasadizos de espejos que van sembrando la confusión de los transeúntes, sus miles de rostros adolescentes, sus espigas y sus espinas diminutas, sus siglos que son un solo instante, sus papeles amarillentos de escritura descolorida, sus epifanías y sus funerales aristocráticos, sus golfos y sus navíos, su silencio, su música monocorde no siempre triste, sus mausoleos en los que fosforece una llama que no está viva, sus trampas y peligros, sus fantasmas, sus monedas de cobre, sus cementerios bajo la luna, sus inscripciones, medallas e historiadores eximios, sus alucinaciones, sus andenes solitarios en estaciones lúgubres, sus frascos azules, sus cerezos pintados en el fondo de un plato, sus jadeantes locomotoras, sus cátedras vacantes, sus campanas que doblan o repican, sus bazares y sus mercados, sus pagodas, sus abejas, sus manzanas, su hora del almuerzo, sus caballeros impecables, sus poetas, sus retratos de desconocidos con sombrero de copa, sus jefes de policía, sus ferroviarios y sus imprentas, sus encinares nevados, sus provincias, ínsulas y cabildos, sus golondrinas girando enloquecidas en torno a la tarde, sus animales invertebrados, sus oratorios a dioses desconocidos, sus relojes de péndulo, de sol y sus clepsidras, sus candelabros de plata, sus estandartes, su trigo salvaje y sus orquídeas, sus noches de insomnio, su arco iris, sus estatuas y el moho que las cubre, sus torres enredadas en la hiedra y sus chimeneas iracundas, sus columnas de mármol transparente, sus almendros de febrero, sus alfombras de dibujos geométricos, sus carnavales y las máscaras turbulentas, sus códices guardados en cajas de marfil, sus volcanes apagados, sus tapices transitados por húsares y osos, sus viñas moradas, sus tarros de miel, sus arzobispos, sus aduanas y fronteras, sus ráfagas de aire que perfumó un jazmín, sus fábricas y los obreros metalúrgicos, sus catedrales de cimborrios asimétricos, sus posadas y tugurios, sus caballos de cartón pintado, sus matemáticas, sus búfalos, sus arrecifes, sus cuartetos de cuerda, sus panaderías, sus reinos imaginarios y sus monarquías abolidas, sus tormentas de arena, sus ingenieros meticulosos, su azúcar y su harina, sus animales disecados, sus tocados de pluma de colibrí, sus relámpagos, sus esmeraldas, la asfixiante fragancia de azahar en cada estreno de la primavera, sus barcos llenos de sal, sus sagrarios forrados de pan de oro, sus máquinas trilladoras y sus cantos rodados que se amontonan formando altares visibles a través de la niebla.
Así que cuando el pintor, inadvertidamente, alude a los tiempos de Aurora yo lo veo entrar sonámbulo en el lugar más tierno de su corazón. Esos tiempos ya quietos son los de su universo poético, son los tiempos detenidos que solemnizan los paisajes de sus cuadros, que sostienen suspendidos del espacio vacío a sus objetos mágicos. Las personas que los vivieron en sus relojes no están nunca presentes. En el imaginario narrativo de Pablo Sycet el protagonista siempre está ausente, el protagonista ha pasado por allí y ha dejado su mirada, ha sacado una conclusión o ha soportado un hechizo. No hay ninguna sorpresa: el tiempo está detenido y todo está concluso. Se saben largamente las consecuencias que tuvo ese minuto, pero no importan en absoluto. Lo único trascendental es haber estado allí, haber vivido, es decir, recordarlo. La memoria se instala entonces en el centro del universo, la memoria es lo que somos.
Yo, que conocí también a Aurora, la hermana espiritual de mi amigo, me permito afirmar que pudo convertirse en una musa. Pero era mucho más que eso. Era una mujer como la copa de un pino. Su muerte nos dejó a todos perplejos. Pudo hacer de aquella casa un jardín lleno de niños. Estuvo a punto de conseguirlo, es sorprendente que no lo lograra. Fracasó la lógica. Muchos aquí hemos meditado mucho acerca de eso, forma parte de nuestra memoria.
Recuerdo aquí a Aurora, Pablo, en el preámbulo a este homenaje que te hacemos tus amigos. Aurora la dulce, que fue mi compañera de trabajo. Recuerdo su fuerza y valentía, recuerdo a sus niños, tus sobrinos. Un pincel desalmado difuminó hasta la ausencia aquellas figuras mientras el tiempo se clausuraba.
Ella estará también presente en la exposición entre los cuadros que nos regalaste. Será el más hermoso fantasma que los siglos vieron jamás. Ella estará entre nosotros. Todos la conocimos y no la olvidaremos nunca. Sabemos de la complicidad que siempre tuvo contigo y no faltará, te lo aseguro. Sólo nos queda pensar cómo advertiremos su presencia, aunque supongo que cada uno lo hará a su manera. Para unos será una fragancia, para otros un parecido, algún cuadro tuyo que se mire de cierta manera, un soplo de brisa de esta primavera, un escalofrío, algún matiz profundo de la campana de Santiago, la reverberación del polvo en un rayo de luz, unas notas de alguna canción, un estribillo, la Capital del Dolor. Todos sabemos que estará contigo.
Aurora viene con nosotros en este recorrido por tu obra más sincera y personal, una muestra antológica que abarca los años más definitivos en la formación de tu estilo, una obra que, además, está en buena parte inédita. Una muestra que estoy seguro que se tendrá que reunir otra vez. Un acontecimiento que ha despertado las sinergias de nuestro colectivo y del que nos sentimos humildemente orgullosos. La mirada íntima de un artista hacia su pueblo y su gente expuesta allí mismo, bajo la misma luz y bajo el pesado vuelo de las mismas cigüeñas. Como tú dirías, un lujazo.
Publicado en el catálogo de la exposición “Los papeles de Olont (1982-2007)”. Convento Nuestra Sra del Vado. Gibraleón (Huelva), 2007.
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PABLO SYCET, CIRCA 1980:
PALABRAS CASI TREINTA AÑOS DESPUÉS
Juan Manuel Bonet
Pablo Sycet vuelve a exponer en su por él siempre añorada tierra onubense -lo hace, concretamente, primero en el Museo Vázquez Díaz, de Nerva, y a continuación en el Museo Provincial de la propia Huelva, con catálogo conjunto, y bajo el sugerente título Los pasos pintados-, y me vuelvo a ver solicitado para escribir -juanramoniano trabajo gustoso- sobre su pintura. En el catálogo, va a ir además, como apéndice, una antología de once textos anteriores -un recuerdo, al paso, para alguien que ya no está entre nosotros, el inolvidable José Ramón Danvila-, entre ellos el que escribí en 1983, con el título "Impresionismo blanco, melancolía amarilla", con destino a su publicación en el cuidado catálogo de Geografía, su segunda individual en Sen, que estaba todavía en su primitivo emplazamiento de Núñez de Balboa, una individual de la que fuimos a hablar juntos a La Edad de Oro, y que Fernando Huici reseñó en El País, jugando explícitamente, en el título de su artículo, con el del primer libro de Cernuda: "Pablo Sycet y su perfil del aire". Poco antes, en la Granada de 1981, había aparecido nuestra "plaquette" conjunta Playa sin luz: un poema mío de cinco versos -lo recogeré en Via Labirinto-, y un dibujo original suyo, de esos leves, casi inmateriales, en que sabía y sigue sabiendo apresar un horizonte, una hora, una luz. ¿Había aparecido? Treinta y dos ejemplares tan sólo se imprimieron -he vuelto a abrir ahora, después de tanto tiempo, deshaciendo el cordón que lo ata, el ejemplar que conservo, y lo primero que he hecho es ir a mirar su bonito colofón-, treinta y dos ejemplares, al cuidado de Julio Juste y del propio Pablo Sycet, en Gráficas Solinieve, de feliz memoria, con lo que la cosa realmente no pasaba de ser -como mucho de lo que nos traíamos entre manos por aquellos tiempos- una "aparición" extremadamente confidencial.
Pintor, y crítico-poeta, rigurosamente coetáneos -quinta del 53-, nos habíamos conocido a finales de los setenta, en el contexto de los estertores de la lucha antifranquista -tampoco se trata ahora de contar batallitas-, pero cuando apareció Playa sin luz estábamos pensando ya en términos bien distintos. Nos reconocíamos, por ejemplo, empezábamos a reconocernos, en una cierta herencia española, algo que unos años antes hubiera sido prácticamente impensable, dadas las ortodoxias vigentes. Circa 1980, Juan Ramón Jiménez, del que entre otros libros habíamos leído precisamente El trabajo gustoso, era ya para ambos -no es mucha, por lo demás, la distancia entre Moguer, y Gibraleón, el pueblo natal de Pablo Sycet- una referencia principalísima, como lo era para un puñado de amigos comunes. Las cuatro palabras, impresionismo, melancolía, playa, luz, que se combinan en los títulos del texto y de la "plaquette" invocados al comienzo de estas líneas, y los dos colores, blanco, amarillo, que acompañan las dos primeras, adjetivándolas, se me aparecen hoy, en ese sentido, epocales, y juanramonianas. En el texto, uno hablaba del autor de Canción, del Alcázar pintado por Sorolla -amigo y retratista del gran modernista-, de las azoteas e interiores de Carmen Laffón, de un artículo de Emilio García Gómez en ABC, sobre "Nuestro impresionismo blanco"... Todo esto tiene mucho que ver con cosas a las que uno andaba entonces dándoles vueltas, con textos e imágenes aparecidos en las páginas rosas de Artefacto, con la génesis de Ilusión (con Manolo Quejido) y del nonato Través y un poco después de La patria oscura. Pero dejemos tranquilo de una vez por todas, por favor, al poeta, y centrémosnos en el pintor.
Circa 1980, Pablo Sycet participaba, como no pocos de sus colegas y compañeros de generación, del fervor pictoricista que con tanta fuerza cuajó en España, entre finales de los años setenta, y comienzos de los ochenta. Rechazaba el conceptual, y también la rigidez dogmática de una cierta abstracción que él mismo había practicado. Estaba al tanto de los debates franceses, aquí retransmitidos y ampliados, desde Zaragoza y Barcelona, por la gente de Diwan y Trama. Había mirado mucho del lado de los norteamericanos, y también se había identificado con el Monet final de Giverny: ninfeas, aguas y cielos. Seguía de cerca lo que hacían Broto, Grau, Campano, Albacete -también el onubense exaltará la paleta: Vivir sobre lo vivido (1987)-, Navarro Baldeweg, Santiago Serrano, Gerardo Delgado, Manuel Salinas o Juan Lacomba, y por supuesto también Juan Antonio Aguirre, Alcolea, Herminio Molero -un camino hacia la canción-, Pérez Villalta o Manolo Quejido: años de 1980, de Madrid D.F. Al igual que muchos de los citados, no rehuía el diálogo con el pasado universal: por ejemplo Giorgione, o algo más tarde Brueghel, Tiziano, el Velázquez de Las lanzas, o Morandi y sus cacharros domésticos, entre otros. Se había interesado además, más que la mayoría, por la reciente tradición nacional del propio oficio. Dentro de esta, le había atraído de un modo especial el venero de lo lírico, algo que habían encarnado inmejorablemente, en la generación de los "seniors", la de los cincuenta, el conquense de adopción Fernando Zóbel, el catalán Albert Ràfols Casamada, o los granadinos José Guerrero, y Manuel Rivera, pintores con todos los cuales Pablo Sycet y sus amigos más cercanos, estaban por aquel entonces en estrecho contacto.
Si nos fijamos en los cuatro pintores que acabo de mencionar, lo que tienen en común es su capacidad para conciliar -también sería el caso de dos valencianos de generaciones distintas, Mompó, y Jordi Teixidor- pintura pura, y temblor del mundo. Nadie como Zóbel ha dicho el verdor profundo del Júcar a su paso por Cuenca -la vieja ciudad castellana donde por lo demás construyó su ejemplar museo generacional-, nadie ha condensado mejor que Ràfols el azul Cadaqués que comparte con María Girona, nadie como Guerrero ha convertido en intensidad plástica la esencia de una Andalucía lorquiana, nadie como Rivera ha levantado un universo íntimo de espejos isabelinos y de estanques... De los cuatro, Ràfols, además, poseía, posee -por ventura sigue entre nosotros-, la virtud añadida de ser también poeta en verso, y más que estimable: Signe d'aire, su Cántico.
Pablo Sycet y sus amigos más cercanos, y entre ellos su inseparable Julio Juste, fueron especialmente respetuosos, cariñosos podríamos decir, con esa tradición, expusieron a sus protagonistas en dos (Laguada y Palace, ambas de Granada: Sycet ya por aquel entonces era, además de onubense y madrileño, granadino de adopción) de las galerías que regentaron, les editaron carpetas de serigrafías, los hicieron colaborar en "plaquettes" poéticas, en aquella Granada tan aficionada a las relaciones entre Imprenta y poesía, como titulamos entonces una muestra sobre un tema que lo cierto es que no estaba en el candelero.
"Plaquettes" poéticas: Pablo Sycet, desde siempre, desde los años en que, en su adolescencia, en la localidad segoviana de La Nava de la Asunción, conoció a Jaime Gil de Biedma, siempre ha sido receptivo a la palabra poética, algo lógico teniendo en cuenta el tipo de pintura lírica que ha defendido y practicado. Además de muchas ediciones, en su mayoría con el pintor-tipógrafo Julio Juste y su Gabinete Ciudad y Diseño, hay que recordar, en ese sentido, su papel en la aventura de dos hermosas revistas onubenses ya desaparecidas, Caja del agua, de Gibraleón, y Con dados de niebla -gran título este segundo, editado por la Diputación Provincial-, por las que nos llegaron las primeras noticias del trabajo de gente como Juan Angona, el autor de Crónicas de un Gibraleón dormido -cómo me gusta su proclama, en uno de sus textos sobre el pintor, aquí reproducido, de un "provincialismo radical"- o el hoy muy activo Juan Cobos Wilkins, amigo de mi amigo el gran pintor cubano Jorge Camacho.
Impresionismo blanco, melancolía amarilla: Pablo Sycet se proponía, en aquel nuevo arranque de su obra, circa 1980, conciliar un planteamiento abstracto de la pintura, y una creciente voluntad de apresamiento de algo del temblor de lo real. Un "programa" que remitía, obviamente, no sólo a españoles de los cincuenta como los que he mencionado -entre los cuales para Sycet y Juste, obviamente, eran especialmente importantes los dos granadinos, a los que pronto se sumaría un encantador anciano, el lorquiano y fallesco y picassiano Manuel Ángeles Ortiz, pintor "jondo", como él gustaba de decir, con el que aquellos habían coincidido en Juana Mordó-, sino también a sus equivalentes norteamericanos (especialmente Robert Motherwell, Joan Mitchell, Sam Francis, el Willem De Kooning de East Hampton, el Richard Diebenkorn de los Ocean Park) o europeos (los abstractos líricos franceses, alguno de los cuales, como Olivier Debré, nos visitó por aquel entonces, tal como dí cuenta de ello en Arteguía). Un programa que en su caso suponía hacerse fuerte, desde el laberinto capitalino, desde el "melting pot" -recordadlo: queríamos ser Nueva York-, en una memoria andaluza, la de su amado Gibraleón natal. La raíz de sus cuadros, lo ha dicho no hace mucho en un texto, es la memoria: "aquellas fugaces emociones que me turbaron y provocaron el impulso necesario para que un día los pintara".
Agua de cala, que figura en la colección del Museo Vázquez Díaz de Nerva -precisamente una de las dos entidades organizadoras de la presente muestra-, es un papel de 1981 que sintetiza muy bien, desde su título mismo, aquel momento del arranque de la pintura de la primera madurez de Pablo Sycet. Vendrán luego La mirada del cazador (1982) -otro papel-; y el lienzo Un viaje de otoño (1983), y ese otro simpático papel gatuno, con algo de intimismo a lo Pierre Bonnard, que evoca las Siestas con Roy (1985) -más de lo mismo: Del amor felino (Tres pies al gato) (1992)-; y en muy gran formato los rutilantes y a la vez melancólicos En el jardín del Edén y La soledad salvaje y el azar (1986 ambos); y luego algunos gratos bodegones domésticos con "collage" incorporado, por lo general verticales, entre los que destaca el tan raramente titulado Vanguardiah azulao (1988-1989); y en 1989 los naipes de la baraja, los Prodigios de la mirada, las Memorias del corazón. Andalucía -Gibraleón, la mítica Olont- siempre, en la memoria. Gibraleón, que no conozco, pero donde he estado gracias a la pintura de Pablo Sycet. La pura maravilla de la luz. Árboles, campanarios, jardines secretos en los que huele a jazmín, senderos zigzagueantes, anchos ríos, susurrantes "cajas del agua", guerrerianas paredes encaladas y el sol reverberando en ellas, crepúsculos juanramonianos, lunas de agosto que se nos antojan laforguianas o lugonescas, farolillos festivos en la noche, con algo de oriental... Otro habría necesitado regresar definitivamente allá. Pelayo Ortega, por ejemplo, un buen día lo dejó todo, y se volvió a Gijón, a su Norte, a su provincia blanca. Pablo Sycet no, Pablo Sycet se queda en Madrid, Pablo Sycet se atrinchera en el centro del laberinto, junto a la Gran Vía -muy cerca de donde había residido Pelayo Ortega-, Pablo Sycet se reconoce más bien en la tradición de los irremediables nostálgicos del Sur, de los andaluces trasterrados, de los andaluces que viven fuera de Andalucía, que viven lejos pero que siempre vuelven, física o mentalmente, una tradición bien estudiada en pintura por Quico Rivas (los casos ya aludidos de Manuel Ángeles Ortiz, de Guerrero, de Rivera, son ciertamente paradigmáticos, pero estaría también el del onubense José Caballero, otro más de los pintores defendidos por Juana Mordó), una tradición que en poesía es todavía más potente, ya que estamos hablando de Bécquer, de Juan Ramón, de los Machado, de Villaespesa, de Lasso, de "Juan Las" (es decir, Cansinos, el viajero inmóvil) y su incurable nostalgia sevillana, de Adriano del Valle y Pedro Garfias, de Villalón al que siempre me imagino un poco perdido y desorientado en su Madrid final, del 27 casi en pleno y muy especialmente de Lorca y Alberti y Cernuda y Aleixandre y Altolaguirre y Prados, de algunos del 36 como Juan Rejano o Antonio Aparicio o Juan Antonio Muñoz Rojas, de Rafael de León, del becqueriano Rafael Montesinos que vivía cerca de la Estación de Atocha, Rafael Montesinos del que hace poco cayó en mis manos un emocionante libro póstumo, siempre con Sevilla y sus campanas en la memoria...
Las campanas, la distancia, el paso del tiempo, la nostalgia, los sentimientos, el fijar lo más fugitivo y pasajero. Nunca salimos del impresionismo, tantas veces nos han echado en cara el impresionismo y nos hemos enorgullecido de ello, nos hemos hecho fuertes en la idea de que somos herederos, sí, del impresionismo, del simbolismo. Pero habíamos quedado en que dejábamos en paz al poeta, que por lo demás estos días está muy onubense, pues también para los amigos de Nerva, acaba de terminar un ensayo sobre José María Morón, el autor de Minero de estrellas (1933).
Con el paso de los años, Pablo Sycet ha compatibilizado la pintura, con el letrismo de canciones. Canciones: otro modo de hacer poesía. También ha diseñado bastantes cubiertas de CD's, algo en lo cual probablemente ni soñara, cuando aquella colectiva Mi disco favorito. Hace unas líneas he citado a ese gran "minor poet" popular que fue Rafael de León, y hace unas cuantas más, a Herminio Molero, que estuvo en los orígenes de Radio Futura, y ciertamente, como lo ha subrayado Alaska, muchos de los títulos de los cuadros de Pablo Sycet no es que parezcan títulos de canciones, es que lo son, y canciones además cuyas letras son de la autoría del pintor, y en este mismo catálogo quedará documentado algo de todo esto.
Pero volvamos, si es que hemos salido de ella, a la pintura. Durante los noventa Pablo Sycet acentuó el carácter figurativo, narrativo y también barroco de la suya -a la vista tenemos unos cuantos ejemplos de composiciones extremadamente complejas e inestables, que a veces se organizan como polípticos, de bordes no siempre regulares. Por ahí van el sentimental -un adjetivo que le cuadra a bastante de lo que sale de las manos del pintor- y abigarrado Entre dos mundos (1991), propiedad del Ayuntamiento de Gibraleón; o El enigma sagrado (1991-1992); o En el último minuto (1994-1995), donde hasta comparece el emblemático Toro de Osborne, creación de otro andaluz madrileñizado, otro de los de la vida lejos de Andalucía, el gaditano Manolo Prieto. Desde finales de aquella década Pablo Sycet vuelve a tender a una mayor concisión y esencialidad, así como una mayor sobriedad y por momentos a una cierta gravedad cromática. Aquí ese proceso, en el que hay toda una zona de dominante roja -rojos en diálogo con azules: esplendentes mares-, lo documentan Olvidando que olvido (1999) y lo que viene después, hasta En el nombre del amor (2006). Paisajes abstractos, de nuevo, como en la época en que nos conocimos y que he evocado al comienzo de estas palabras. Sólo que más desolados, más melancólicos, que nunca: en ocasiones de estirpe metafísica, con cipreses clásicos a lo Arnold Böcklin, con viejas chimeneas chiriquianas, con letras clásicas convertidas en objetos. Lamento de Olontia (2000): su tierra mítica siempre en la memoria. Laberinto de luces (2000-2001).
No veinte, sino casi treinta años después, y cuando le ha llegado ya la hora de las primeras miradas atrás, como esta de ahora, ahí seguimos, pintor y crítico-poeta, circa 1980: en el impresionismo blanco, en la melancolía amarilla, en la memoria, en la playa sin luz, en el laberinto de luces, en esa Última Europa que ambos hemos invocado, y que para él está del lado de Huelva, mientras por mi parte la he ubicado en Lisboa, en esa Lusitania que ya en los años veinte cantaba otro onubense, el ultraísta Rogelio Buendía.
Publicado en el catálogo de la exposición “Los pasos pintados (1981-2006)”. Museo Vázquez Díaz. Nerva (Huelva) y Museo Provincial de Huelva, 2007.
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Lembranzas (a propósito de la pintura de Pablo Sycet)
El poeta es un fingidor. / Finge tan profundamente / Que hasta finge que es dolor/ El dolor que de veras siente.
Y quienes leen lo que escribe / Sienten, en el dolor leído, / No los dos que el poeta vive, / Sino aquél que no han tenido.
Y así va por su camino, / Distrayendo a la razón, / Ese tren sin real destino / Que se llama corazón
Fernando Pessoa, Autopsicograía
Se lo escuché decir por primera vez a un gallego, mientras fumábamos bien avanzada la madrugada un último cigarrillo a medias sobre el dolorido colchón. No sé a santo de qué debió decirlo, supongo que fue todo cuestión de la impostada intimidad que la situación requería. Sólo recuerdo que en algún momento pronunció quedamente la palabra: lembranza. "Te ha salido la tierra por la boca", le comenté con no menos impostada complicidad, más propia de una camaradería antigua que de un encuentro casual."¿Qué es eso de la lembranza?", le pregunté. "Hay cosas que no se pueden traducir, sino que se sienten"- me contestó. Y continuó: "En gallego es algo así como un recuerdo especial, un recuerdo que deja huella y al que causa incluso cierta tristeza regresar".
Sorprendido por su facilidad de palabra, pese a lo avanzado de la noche transcurrida entre los combinados que habían propiciado el feliz final, le pregunté de nuevo: "¿Eso no es algo así como la melancolía?". "No exactamente", respondía ahora ladeando la cabeza. Quizá fuese este gesto, delator del esfuerzo que estaba haciendo por tratar de encontrar unas palabras que no existen para explicar algo tan complejo como un sentimiento, pero en ese momento deseé que la respuesta se postergase eternamente. Una respuesta que se transformó a su vez en pregunta cuando me espetó: "¿Has leído algo de Pessoa?". "¿Lo dudas?", me dieron ganas de contestar, pues mi orgullo pedante y cultureta se sentía del todo herido por la pregunta; sin embargo, y sin mentir, le contesté: "Sí, claro que sí. De hecho, es uno de mis autores de cabecera". Poniendo la mano libre de tabaco sobre una de mis piernas, consciente de que me había revuelto entre las sábanas por lo que había tomado por una pregunta impertinente, y de que sólo un contacto físico, por leve que fuese, podía volver a coser la grieta que mi orgullo absurdo había abierto sobre el colchón, me explicó: "Pues la lembranza es algo parecido a la saudade de la que habla en el Libro del Desasosiego". "¿De verdad?" - la comparación me sorprendía tanto como me iba fascinando aquella conversación inesperada- "Pensé que la saudade se parecía más a la morriña que otra cosa". "No"- contestó tajante- "la morriña es otra cosa. La lembranza es lo que está entre el recordo y la morriña. Si dentro de un tiempo te volviese a ver o a pensar en esta noche, sería un recordo; pero Pessoa podía ser a partir de hoy una lembranza de esta noche, o de ti. La morriña tiene más que ver con la pérdida, con el exilio; la lembranza tiene que ver más con la huella".
Algo confuso por saber en qué acabaría todo aquello, aunque con la certeza de saber que hasta dentro de un tiempo no nos volveríamos a ver (si es que aquello ocurría realmente) volví a la carga - a esta noche había que sacarle todo el partido posible: "Pero si hay huella, aunque esta sea una cita a Pessoa, hay huella porque hay algo que se ha perdido o que ha dejado de estar. Y algo que hace que uno lo recuerde. Eso se parece bastante a la melancolía". Su contestación, clara como el alba que comenzaba a colarse por las rendijas de las persianas, no se hizo de rogar:"Ya te he dicho que es más parecido a la saudade, ¡y claro que se parece a la melancolía o a la morriña! Pero no todo lo que es semejante es lo mismo, no seas bruto y cabezón. Además, la saudade de Pessoa no tiene que ver con una pérdida real, sino con un recuerdo hasta de lo que no se ha vivido; es un estado de ánimo, que puede ser ficticio y hasta prestado". Y aunque tenía razón en lo de que a obcecado no me gana nadie, no se si era el sueño o el dolor de cabeza que presagiaba la inevitable resaca, pero decidí asentir y darme la vuelta sobre la cama. "Mañana, si quieres, seguimos hablando de esto", escuché a mi espalda.
Al día siguiente, al despertar, estaba sólo en el colchón. "Menos mal que esta vez me despierto en mi cama", pensé mientras el dolor de cabeza de la noche anterior se había convertido en la más profunda de las sensaciones de hinchazón de cuello para arriba. Miré a mi lado; sobre las sábanas todavía estaba la huella de quien, hasta debía hacer no mucho, había ocupado el lado derecho de mis escasísimas horas de sueño. Miré en el cuarto de baño, por si mi inesperado invitado había decidido ducharse antes de partir; en la cocina, esperando verle comer lo primero que hubiese podido encontrar. Definitivamente, había decidido que aquella mañana siguiese dándole vueltas a la morriña, la saudade o al sentimiento de pérdida - una más. Y lo había conseguido, aunque fuese sólo por unos minutos.
Al volver a la habitación, me percaté de que había cogido de mi estantería el dichoso Libro del Desasosiego, que ahora descansaba junto a mi ordenador. Abriéndolo por inercia, me encontré con una dedicatoria, una nueva huella, que antes no estaba ahí: "Te lo dejo a mano porque falta te hace volver a leerlo". Más abajo, una firma y cinco dígitos de lo que supuse sería un número de teléfono. "Será cabrón"- pensé- "Éste se ha propuesto que no haga hoy otra cosa que lamentar ausencias, y lo va a conseguir". Y es que la falta de aquellos números que completaran una entrada nueva en la agenda de mi teléfono móvil era la herida de una noche que quedaría siempre abierta. Aquellos dos números, sin duda, algo tendrían desde entonces que ver con mi particular lembranza.
Ya casi había olvidado este episodio cuando recibí de parte de Pablo el encargo de este texto para su exposición. "¿Cómo se llama la muestra?"- le pregunté. "Lembranzas"- me contestó. Y el teléfono volvió a dolerse por la ausencia de aquellos números. Y yo con él.
La soledad del exilio
Ya delante de un café en una plaza del centro de Madrid - no sé si recuperándome de una hipoglucemia o tratando de escalar otra resaca- la pregunta a Pablo Sycet era obligada: "¿Por qué lembranzas? La pregunta era casi retórica, pues mirando los catálogos de las exposiciones del pintor desde su estreno en el 78, y especialmente sus exposiciones del 82 en Málaga, Los papeles de Olont, y su individual al año siguiente en la Galería Sen de Madrid, Geografía, queda claro que, para el pintor, el lugar es importante.
Y hablo del "lugar" como locus en el que tiempo y espacio confluyen y en el que las cosas suceden. Por eso, desde los recuerdos y remedos de su Gibraleón natal hasta los "paisajes metafísicos", abstractos, que dominan su pintura desde hace un par de décadas - "países desconocidos que recorro en compañía de extrañas criaturas", que diría el surrealista Desnos encantado con las referencias a De Chirico que pueblan algunas de las obras de Sycet- parecen dejar claro que, cuando pinta, el artista se exilia.
Se exilia de sí mismo y de los demás. Se exilia en su taller y en la pintura. Se exilia en la soledad y en la memoria. Y, por supuesto, en el lenguaje, porque la pintura de Pablo -como toda pintura- de lo que habla a fin de cuentas es del ser-en-el-lenguaje, en el lugar de la experiencia. Un nuevo lugar por el que transitar, en el que - lo dejan claro las traducciones- siempre se topará uno con el límite, la fragmentación y la pérdida; con el deseo de decir aquello que es indecible, fragmentario - la promesa y la redención, siguiendo a Walter Benjamin. De ahí que, hablar la lengua del exilio, sea el modo en el que uno, siendo en el lenguaje, sabe que lo está.
Sin embargo, el exilio de Sycet, la "morriña" que traduce al lenguaje de la pintura, no sólo tiene que ver con un exilio físico - de Madrid a Gibraleón pasando por Olontia- tiene que ver, sobre todo, con el exilio de uno mismo cuando se encuentra, a solas, en el taller, tratando de traducir a imágenes aquello que el lenguaje no es capaz de decir. Por eso, la pintura parece habérsele quedado siempre pequeña y ha buscado y anda todavía buscando en las letras de sus canciones (que tienen bastante de su afición por la poesía), las palabras necesarias. Lo dejaba claro T.S. Elliot hablando de las posibilidades del lenguaje como lugar de experimentación para los poetas en uno de sus Cuatro Cuartetos: "para nosotros, sólo existe el intentar. Lo demás no es asunto nuestro".
La soledad del taller
"Por eso es tan importante estar solos y atentos cuando estamos tristes - le escribía Rilke a Kappus en agosto de 1904- porque el instante, aparentemente sin acontecimientos e inmóvil, en que nos sale al encuentro nuestro futuro está mucho más próximo a la vida que esos otros momentos ruidosos y carnales, en que se cumple para nosotros, como viniendo desde fuera." El pintor está sólo en su taller para que éste lo sea (pues, como lúcidamente señaló hace unos años el profesor Ángel González, el taller es el lugar en el que el artista trabaja; no el popular estudio, donde lo que hace es soñar con tener compañía). Al pintor, como al poeta, la soledad le acompaña mientras trabaja. "No sabes lo duro que es estar tantas horas sola en el taller", me decía hace poco una amiga; "Pero es necesario, ahí es donde aprendes a conocerte, y sólo puede salir una obra de ese mismo conocimiento".
Pablo, además, hace de la soledad su tema - o algo parecido. Cuando pinta, cuando se pinta transitando por los paisajes del propio interior, el lienzo acaba por tener algo de espejo de Narciso, de página en blanco en la que escribir la autobiografía en pintura. Sin embargo, cabría pensar si la pintura es el modo de escritura del pintor o el pintor mismo. "Los poetas hacen mal en quejarse - vuelve a recordarle Rilke a su "joven poeta" por carta- en lugar de "transformarse, duros, en palabras / como el cantero de una catedral/ se transforma en la calma de la piedra".
Pero ¿es posible contarse realmente a uno mismo, aun convertido en pintura? Cuando uno escribe su autobiografía - traduce al exterior su interior- son dos yo los que aparecen en el instante, según cuenta Paul de Man; el yo que recuerda, y el yo que escribe, el presente que trata de conducir el pasado por el camino de la narración. Y vuelve a aparecer aquí la lembranza, la pérdida, el recuerdo y el exilio, la imposibilidad de apresar la realidad por medio de imagen o palabra; la cita a Cernuda, frecuente en Sycet y en quienes le han contado, con su reduplicado olvido."Las cosas -otra vez Rilke hablando del trabajo del poeta- no son todas palpables y decibles como nos querrían hacer creer casi siempre, la mayor parte de los hechos son indecibles, se cumplen en un ámbito que nunca ha hollado una palabra"
La soledad del poeta, aún.
Exiliado en su taller, ante la pintura y ante sí mismo, al poeta, verdaderamente, sólo le queda intentar. Intentar encontrar las palabras cada vez, las imágenes una y otra y otra vez para tratar de apresar lo inapresable. Como Sísifo, cargar con la piedra una y otra vez tratando de alcanzar la cima de la montaña - y las montañas, como las torres con algo de laberínticas Babel de confuso lenguaje son temas recurrentes en la pintura de Sycet- sabiendo que una y otra vez esta caerá rodando al valle -"para nosotros, sólo está el intentar".
Quizá por eso, hay ciertos temas sobre los que vuelve Sycet una y otra vez, como las líneas de humo que diluyen las fronteras entre lo alcanzable y lo inalcanzable; los movimientos del propio corazón, el "tren sin real destino" del que hablaba Pessoa, puro movimiento.
Hay en estas querencias y motivos algo de generacional en la pintura de Sycet, recuerdos de la pelea con la pintura que también se han traído en nuestro país artistas como Aguirre, Molero, Villalta o Alcolea, cuando las polémicas entre la figuración y la abstracción creaban verdaderas tensiones dentro y fuera del lienzo. Sigue ésta presente en la pintura de Sycet, en esos dípticos en los que el horizonte corta las superficies azules o rojas, tensa los complementarios y mantiene -esas sí- bien firmes las fronteras del color.
Porque cuando los colores se le mezclan, los azules y los rojos suelen quebrarse a favor del violeta, con algo de la indigomanía decimonónica que acabó codificando el azul modernista como el color de la melancolía. Y otra vez vuelva a aparecer la dichosa lembranza, porque el pintor es paleta, como Pablo dejó claro hace algunos años con su obra La soledad salvaje y el azar, y traduce o trata de traducir hasta sus soledades a los colores de la pérdida.
Pero quizá no es de pérdida de lo que acabe por hablar la obra del pintor, aunque muchos de los títulos de sus obras - tanto pintadas como escritas- parezcan remitir a este sentimiento. "Est-ce que tu m'aimes encore?” se preguntaban Rilke y Tsvietaieva en sus cartas; y lo importante de la pregunta, como explicaría más tarde Lacán, estaba precisamente en el complemento temporal - todavía, aún-, "el nombre propio de esa falla de donde en el Otro parte la demanda de amor"; el nombre del deseo, en definitiva, en palabras del francés; verdadero generador del movimiento del tren sin destino y de la tarea de los poetas y los pintores. Ese que hace que los paseos del pintor por sus paisajes tengan algo de desolados y de espera, incluso, de rendición. He ahí de nuevo la melancolía que exudan las pinturas de Sycet, con algo de pérdida prevista, de autorretrato abierto en el que, de lo que el pintor acaba por hablar, es precisamente del vacío que hay siempre en esa pregunta al Otro - ¿aún me amas?
Pablo, en su deseo de hacer visible lo invisible - ese es también el trabajo de los pintores y los poetas- de hacer incluso evidente lo visible, como hace con el magnífico bodegón que se encuentra en esta exposición, parece haberse abandonado a la lembranza, a la melancolía, a la pérdida de la vida que se va (que se esta yendo). Por eso se ha quedado el pintor en ese lugar, en el del exilio de los demás y de sí, para observar desde ese incierto emplazamiento, en el que uno es siendo pintura, el mundo que le rodea y a sí mismo; siendo "algo que no sienta el peso de la lluvia exterior, ni la congoja del vacío íntimo... Errar sin alma ni pensamiento, sensación sin si-mismo, por caminos bordeando montañas, por valles sumidos entre laderas empinadas, lejano, inmenso y fatal... Perderse entre paisajes como cuadros. No-ser a lo lejos y en colores."
P.S.: Esta última cita de Pessoa, por boca de Bernardo Soares, se encuentra en la página 53 de la edición del Libro del Desasosiego que aquella mañana hallé sobre mi escritorio. Premeditadamente, el número de la misma estaba señalado, rodeado con un círculo de la misma tinta que escribió la improvisada dedicatoria. Sin embargo, el descubrimiento no hizo que el enigmático número telefónico pasase a formar parte, ahora ya completo, de la agenda de mi teléfono. Esta vez, la historia no tenía por qué concluir. La prefería así, abierta e incierta ante la casualidad y el tiempo. En el fondo, aquel número se había convertido en una de mis particulares lembranzas. Y en ciertas lembranzas, como en la saudade de Pessoa, no se vive tan mal... aún.
Publicado en el catálogo de la exposición “Lembranzas [ y otras pinturas recientes ]”. Galería Félix Gómez, Sevilla, 2009.
ESCAPAR DE LOS FANTASMAS
Julio Pérez Manzanares
¿ Con qué fantasmas he de luchar, / de qué otro infierno más me he de salvar? /
¿ Y cuánto va a costarme / la idea de olvidarme / de cada sueño que ya traicioné?
Fangoria, «Fantasmas»
Souvenirs
Vuelve Pablo Sycet de otro de sus viajes trayendo algún particularísimo suovenir. No son – o no suelen ser, desde la experiencia del que esto escribe- aquellos típicos que todo el mundo podría esperar; esos símbolos metonímicos y reductivos de la cultura por la que uno pasea más como turista que como otra cosa – llaveros, imanes y postales del Big Ben, el Taj Mahal o la Torre Eiffel que, como decía Barthes, de tantas veces vista en reproducciones ha llegado a desaparecer del paisaje parisino de los elíseos-. No, los souvenirs de Pablo siempre tienen algo de sorprendente (pequeñas fotos de luchadores enmascarados, merchandising de exposiciones, ..). Aunque su función en absoluto desdice aquella que atribuía a este tipo de objetos Susan Stewart en un fantástico ensayo, en tanto que objetos que, siempre incompletos, rememoran una supuesta experiencia del pasado trayéndola al presente – haciéndola presente, incluso–, miniaturizando un país entero, toda una cultura, toda una experiencia, para poder ser poseídos y sobre los que volver una y otra vez. Una forma muy particular, no cabe duda, de coleccionar.
No es casual la cita a la colección, y es que también la autora, para hablar de la misma como otro de los síntomas clásicos de la melancolía, recurre al artículo de Walter Benjamin de 1929, «Desembalando mi biblioteca», para constatar que de lo que acaba por hablar el filósofo alemán no es de una colección de libros sino de una colección de recuerdos; cada volumen que va sacando no es tanto el recuerdo de lo que en él se cuenta, como el recuerdo de dónde lo encontró o qué le sucedió mientras lo leía– es lo que suele pasar con los mejores libros. Sin ánimo de ponerse freudiano, cabría recordar, en vistas de lo que vendrá después, que si algo caracteriza a las colecciones, sean de lo que sean, es siempre, también como el souvenir, su carácter incompleto, fetichista, en tanto que metonímico -fundamentado en tomar la parte por el todo: y es que los coleccionistas son los mayores expertos en «vivir de lo que les falta», eso que creen que completará su colección y que lo que acabará por hacer no será sino postergar un poco más –el tiempo justo de «echarle las manos encima» a la pieza que falta– la agónica persecución del imposible fin de la serie.
La cuestión, como no podía ser de otra manera, inmerso como está Pablo en el «universo Fangoria» por letrista y amigo del grupo, no podía dejar de tener algo warholiano; pienso en la letra de uno de los recientes temas de la banda de Alaska y Nacho Canut en el que se cargan de un plumazo – y nunca mejor dicho– la máxima moderna promulgada por Mies van de Rohe de aquello de que el «menos es más» para sentenciar que en su «afán sin control por acumular / Lo que no es necesario /... suele ser extraordinario», y no cuesta nada imaginarlos en otro de sus viajes por latinoamérica – Argentina, en este caso– perseguidos por la cámara de Pablo mientras visitaban la muestra Andy Warhol, Mr América en el MALBA, fuente inagotable de recuerdos en forma de souvenir como aquellos que el Padre del Pop acumulaba en su vida diaria –recortes de prensa, fotografías, objetos kitchs y todas esas cosas tan innecesarias como extraordinarias– que hoy ocupan todas y cada una de las Time capsules del artista; las cajas en las que fue almacenando sus recuerdos diarios en los que no viene a ser sino una suerte de descabalada autobiografía.
Los souvenirs de Pablo Sycet, sin embargo, y por no irnos despistando demasiado, tanto los que trae de sus viajes como estos que expone hoy aquí –pues la fotografía de nuestros viajes también tiene mucho de ese «recordar imposible» que encarnan este tipo de objetos– parecen apuntar todavía a un lugar más complejo, más escurridizo e incluso oscuro, si me lo permiten.Y es que no en vano, tanto por paisaje como por narración tras ellos y por homenaje, Cernuda, aquel que habitaba donde lo hacía el olvido, se esconde agazapado o mejor dicho, se hace él también presencia a través de esta particular colección fotográfica.
II. La melancolía
Habrá que empezar entonces por seguir las pistas para llegar a ese complicado lugar que, como suele suceder también , ya conocemos de partida. Empecemos entonces por esa insistencia en recordar; recordar incluso el olvido mismo, la pérdida de lo dejado atrás –el viaje, la experiencia, los años, la infancia o el hogar, a resultas vienen a ser lo mismo. Es en esto en lo que el tono ciertamente lánguido de los versos del poeta parece inundar las propias palabras del pintor tanto como su obra (y sirva como ejemplo su texto introductorio a esta muestra que, a poco que lo lean atentamente, verán que no es sino la obstinada narración de una sucesión de pérdidas). Sería fácil, no obstante, imaginar estas obras como ilustraciones de poemas de Cernuda; sobre esas «variaciones» a las que cita, pero que en absoluto ilustra, aunque pintor/fotógrafo y poeta tengan, cada uno en su tiempo y su lugar, algunos «vicios» compartidos que pueden interesarnos.
No es por vicio freudiano, ya se decía, pero es imposible hablar de la melancolía sin hacer referencia al texto seminal del padre del psicoanálisis de 1915 sobre el duelo y la melancolía o, lo que es lo mismo, sobre la descripción de ésta como la imposibilidad de superar la pérdida por medio del duelo para, antes bien, vivir en ella constantemente, haciéndola presente, también, con casi terca recurrencia.
En el fondo, trátese de lo que se trate, ese trauma inicial de nuestra contemporaneidad, esa pérdida en la que aún nos movemos, tiene, desde luego, mucho que ver con todo esto del coleccionismo, los souvenirs y lo de dotar de cualidades cuasimísticas a los objetos inanimados... «el poder del arte» lo llaman incluso algunos, presas de ese trauma real, de ese cambio de paradigma terrible que hace poco me saltaba a los ojos en una de las raras joyas a las que el profesor Ángel González nos tiene acostumbrados. Un pequeño texto con una sentencia dirigida, precisamente, a todos aquellos que hablan del «auge del coleccionismo» en la época contemporánea, y cuyo origen – en tanto que proceso de bibelotización– situa el maestro a finales de ese siglo XVIII con el que se pierde la Cultura de la Conversación de la que habla tan maravillosamente Craveri; ese final en el que, desaparecidos los salones, las personas que antes los ocupaban fueron, simplemente, sustituidas por objetos.
III. El olvido
Me parece, viendo estas imágenes mexicanas de Sycet, que también él se ha debido de plantar aunque sea en sueños ante la tumba del poeta del exilio por antonomasia para revivirlo, como Morrisey hacía con Wilde en la estupenda biografía que le dedicó Miquel Dalmau –casi otro encuentro entre vampiros–, en el que el difunto acabaría por preguntar desde la tumba quién le andaba llamando; de quién era esa música (pintura, fotografía) que le citaba; de dónde venía todo ese ruido, esos ecos, que le devolvían como fantasma al mundo que hacía tanto tiempo había tenido que abandonar, para tener que volver a contar su historia, o lo que se recordaba de ella – peligros de los homenajes. Pero Pablo no ha querido raptar del poeta imagen o palabra, su llamada no es aquella que intenta despertar al difunto para que le cuente sus secretos. No, Pablo se ha echado cámara en mano por las calles mexicanas (ya se decía que con motivo de los viajes de Fangoria por aquellas tierras, por lo que la creación de esta serie tiene bastante de casual), para escribir la ciudad con sus intantáneas y re-escribirla (re-escribirse, como al propio recuerdo) después con los trazos de la pintura. Aunque el fantasma le acompaña, eso me parece que está claro, y viendo la renuencia de muchos de sus trabajos anteriores en citar la poesía cernudiana, diría que no se trata de una desagradable compañía. Es más, volviendo sobre su propio texto, se diría incluso que lo que Pablo intentaba, con estas fotografías, sus propias «variaciones», era incluso una especie de «exorcismo» de aquellas de Cernuda y de Cernuda mismo, al que esquiva por su última ciudad para acabar dándose de bruces con él en mitad del sueño de una noche de verano madrileña – y es que no es fácil escapar de los fantasmas.
No es fácil, desde luego, y más si uno ha encontrado – si es que no lo tenía ya desde antes de embarcar en el avión, mucho antes– ese «doble» en la figura del poeta con el que tantas y tantas cosas comparte: que aquí nos interesen, por el momento, al menos esa lánguida querencia que uno imprimió a sus poemas como otro a sus letras, ambos no sin cierto spleen y hastío vitalpropio de todo melancólico que como tal se precie - «Me pesaba la vida como un remordimiento: quise arrojarle de mí. / Mas era imposible porque estaba muerto y andaba entre los muertos», que dice el poeta en su «En medio de la multitud»- del mismo modo que, más adelante lo veremos, ambos añorarán, durante toda su vida, ese hogar primigenio, esa casa –localizada en el Sur, su Andalucía natal, en ambos casos– que tal vez tampoco fue nunca tan real ni bella como la recordaban.
No es nueva esta querencia de Sycet por estos temas; hace un par de años ya los daba cita en sus lembranzas, esa especie de saudade o «tristeza buena» tan propia de las tierras lusas, de las que entonces decía:Exiliado en su taller, ante la pintura y ante si mismo, al poeta, verdaderamente, sólo le queda intentar. Intentar encontrar las palabras cada vez, las imágenes una y otra y otra vez para tratar de apresar lo inaprensible.
Quizá por eso, hay ciertos temas sobre los que vuelve Sycet una y otra vez, como las líneas de humo que diluyen las fronteras entre lo alcanzable y lo inalcanzable; los movimientos del propio corazón, el "tren sin real destino" del que hablaba Pessoa – todo movimiento.
Hay en estas querencias y motivos algo de generacional en la pintura de Sycet, recuerdos de la pelea con la pintura que también se han traído en nuestro país artistas como Aguirre, Molero, Villalta o Alcolea, cuando las polémicas entre la figuración y la abstracción creaban verdaderas tensiones dentro y fuera del lienzo. También esto de la pintura tiene bastante de muerto resucitado, si de verdad nos creemos todas y cada una de las «muertes» de la pintura con que la llevan acribillando a la pobre, al menos, desde esos mismos y confusos años – si no muchos antes.
Sycet, desde luego – a la vista está– no ha sido capaz de renunciar a la pintura ni aplicándose a la fotografía. Quizá sea también éste otro de esos síntomas de la insistencia melancólica en vivir en lo perdido, reduplicada melancolía, incluso, porque cuando los colores se le mezclan, los azules y los rojos suelen quebrarse a favor del violeta, con algo de la indigomanía decimonónica que acabó codificando el azul modernista como el color de la melancolía.
Por eso quizá se ha quedado Pablo en ese lugar, fiel a la pintura hasta cuando parece serle infiel, en el lugar del exilio de los demás y de sí mismo; para observar desde ese incierto lugar en el que uno es siendo pintura, el mundo que le rodea y a uno mismo. Siendo, como dicé Pessoa en pleno desasosiego por boca de Bernardo Soares "algo que no sienta el peso de la lluvia exterior, ni la congoja del vacío íntimo... Errar sin alma ni pensamiento, sensación sin si-mismo, por caminos bordeando montañas, por valles sumidos entre laderas empinadas, lejano, inmenso y fatal... Perderse entre paisajes como cuadros. No-ser a lo lejos y en colores."
IV. El Exilio
Tampoco era casual esta cita al exilio del poeta, del artista, del pintor en su taller. Y mucho menos a esa correspondencia entre Rilke y Tsvietaieva (sobre todo a la segunda), quienes sabían bastante de aquel exilio del que el poeta Cernuda es paradigma en nuestro país, y al que ahora se ha aproximado Sycet con sus «variaciones». Bien pensado, tampoco es del exilio real de lo que podría hablar el pintor con estas imágenes, pues sus movimientos del corazón por tierras mexicanas son más parecidos a los de un turista que a los de un exiliado. Aunque, ¿quién sabe?, quizá las cosas nunca son tan sencillas como parecen a primera vista.
Y es que, ya se anunciaba antes, quizá eso que llamamos «exilio» no sea tanto una cuestión geográfica – que en gran medida lo es– como involucre otras muchas cuestiones de las que, llegados a este punto, ya vamos sabiendo algo más.
Empecemos por esa añoranza de la que ya se hablaba por eso que llamamos «la tierra», el «hogar» y que tantas veces se identifica con la infancia, el privilegiado territorio de los recuerdos que siempre se recuerda (si es que se recuerda en primera persona) mucho más hermoso de lo que seguramente fue. De esto, desde luego, sabía bastante Cernuda, quien de tanto vivir entre la melancolía y el olvido, e incluso el olvido hasta de ambos, acabó por reconocer que «Cuando tiempo y distancia / Engañan los recuerdos / ¿quién lo ignora? Es amargo / volver». Es, de hecho, tan amargo como imposible, pues ni los recuerdos nos esperan donde los perdimos, ni nosotros esperamos donde una vez debimos estar – he ahí, quizá, la pérdida original, el trauma del que hablan cuando nos convertimos en «seres del lenguaje» o, lo que es lo mismo, cuando empezamos a convertir nuestros recuerdos en narración, en Historia, en algo que, si ocurrió, no fue, desde luego, tal y como lo recordamos.
Y aun así, ambos andaluces han intentado volver sabiendo de la imposibilidad de hacerlo, Cernuda pareció renunciar a este regreso: «No quiero, triste espíritu, volver / Por los lugares que cruzó mi llanto». Pablo Sycet, por su parte, ha vuelto, sigue volviendo también recurrentemente a ese lugar de la pérdida, pero consciente, como el poeta en sus versos, que el intentar retornar es tan inútil como imposible: por eso en lugar de a su Gibraleón natal a donde regresa una y otra vez es a Olontia, el pueblo imaginado en el que todos esos recuerdos imposibles quizá ocurrieron una vez. Al final, ya lo ven, era realmente una cuestión de exilio o, lo que viene a ser lo mismo, de no poder volver – y sin embargo, de seguir intentándolo, viviendo en esa pérdida de la melancolía– y es que ésta es, también, una cuestión espacial: un país del que parece que, realmente, es demasiado complicado volver... y sobre todo, saber cómo hacerlo, con el viaje perdido de partida.
«Me estoy volviendo loco» reconocía Cernuda a su llegada a Inglaterra, una de las primeras paradas de su exilio antes de acabar emigrando a tierras americanas. Lo que volvía loco al poeta era entonces, sobre todo, la imposibilidad de articular un lenguaje que no fuese el vernáculo; la dificultad para aprender el idioma inglés, dejando claro que el exilio sucede, sobre todo, en el lenguaje. Por eso abre sus «Variaciones», precisamente, con los versos dedicados a la lengua: «-Tras de crazada la frontera, al oír tu lengua, que tantos años no oías hablada en torno, ¿qué sentiste? / - Sentí como sin interrupción continuaba mi vida ella por el mundo exterior, ya que por el interior no había dejado de sonar en mí todos aquellos años.»
Quizá es también esa la razón de que en las cartas que comparten con la citada Tsvietaieva, Rainer María Rilke y Boris Pasternak inicien las suyas mezclando el último el alemán con el ruso para hablar con el poeta astrohúngaro desde Berlín en 1925: «¿Recuerda el encantador Moscú, ahora casi legendario, como de cuento?». La verdad es que Rilke, a pesar de no ser un «exiliado canónico» como esos rusos de las primeras décadas del pasado siglo, desde luego fue un verdadero nómada siempre lejos, esquivo incluso, de un supuesto o posible «hogar»; así que sí, bien podría decirse que el poeta fue también un exiliado de los demás y de sí mismo, y podría incluso aventurarse, como venimos viendo, que ahí radicara –y no sólo como poeta– su preocupación por el lenguaje: por el qué decir y, sobre todo, el cómo decirlo.
Ya se decía, el exilio es, sobre todo, un problema de lenguaje, de texto –pues los países también lo son: texto preescrito por el que se mueven los turistas, y texto nuevo que se va escribiendo según se descubren sus calles con los paseos; igual que la nostalgia –el texto escrito sobre nuestros recuerdos–, o la melancolía –elq ue reescribe una y otra vez la pérdida, acomodándola y desplazándola a la medida del ser humano. Y siendo así, no es de extrañar, por tanto, que se lea tan bien el exilio cernudiano a través de estas obras de Pablo Sycet, quien delante de la tumba de Cernuda, y aún tratando de olvidar sus versos, acabó por hacer propios sus síntomas.
Por eso no sólo sorprende que no renuncie a la pintura en estas obras fotográficas –que no son ni una cosa ni la otra, reforzando lo inestable del territorio-. Es, desde luego, una experimentación absoluta dentro de la carrera plástica de Pablo Sycet, quien nunca ha olvidado la «centralidad de la pintura», en palabras de Quizo Rivas, y, sin embargo, una consecución lógica de lo variopinto de sus especulaciones creativas como diseñador, letrista, productor musical, comisario de exposiciones, e incluso, aprovechando uno de estos viajes a México con el grupo Fangoria, extra en uno de sus videoclips, «Criticar por Criticar», en el que aparece acompañando a los músicos en el club Spartacus, famosa discoteca de ambiente del D.F. ... Tenía que llegar a la fotografía, eso estaba claro. Y tenía que hacerlo, además, de este modo confuso y dislocado que tan bien casa con todas las preocupaciones que hemos venido viendo (y algunas más) presentes a lo largo de toda su carrera; porque si la fotografía es el souvenir más o menos fiable de aquello que creemos poder recuperar haciéndolo presente de nuevo una vez terminado el viaje, la pintura, en manos de Sycet, es lo que siempre estuvo ahí, la melancolía eterna.
Al final, la comunión (o la clara separación) de fotografía y pintura en estas «variaciones» no es también sino la constatación de que, como decía el poeta, los recuerdos engañan y nada es sino texto, lenguaje (fotográfico o pictórico), y nunca podrá un recuerdo, por muy fotográfico que sea, recomponerse con la misma materia de la que, se supone, debió estar hecho una vez.
De ahí que ni haya lugar a la cuestión de qué es aquello más «real» en todas estas variaciones: el recuerdo fotográfico, la instantánea que poco más asegura que la «presencia» del fotógrafo en el momento en que la cámara se disparó; o la pintura, la huella posterior sobre la imagen primigenia que la modula y transforma y en la que el ojo que fotografíó se hace aún más presente –aunque nunca deje de estarlo– como mano que ahora la trastoca. No cabe la pregunta, ya les digo, pues como en todo relato autobiográfico (y de eso tiene bastante esta colección de recuerdos mexicanos), los hechos, los paseos, los encuentros del pasado tienen que ser necesariamente organizados en el presente: en el momento en que el «yo» dividido en dos –el que lo vivió y el que lo recuedra– reescribe su experiencia del pasado desde el presente –de la fotografía a la pintura– imponiendo sobre ambas experiencias un orden lógico, legible, que acaba por dar con un innegable relato de ficción. También esto creo que Pablo lo sabe, y por eso esos dos «yoes» –el del fotógrafo mexicano y el pintor madrileño– han decidido en esta ocasión negociar sus territorios, delimitarlos, dando igual importancia a la experiencia que al recuerdo.
Así que la fotografía, la imagen grabada como se supone que se graban los recuerdos, pierde su validez como tal una vez regresa el pintor a su taller. En él, en Madrid, en su otra particular forma de exilio, solo queda, por tanto, reescribir ese recuerdo, con el tono violeta de la melancolía, y en pintura; volviendo al «hogar», a la «patria», para descubrir, otra vez, que el exilio y los fantasmas son siempre quienes nos estarán esperando fieles.